El coche del cura.

 

 

     ¿Pero qué se creen los popes de la logia católica, que van a durar siempre sus dogmas re­venidos? ¿Se creen que no se van a acabar de mo­rir nunca? ¿Piensan que la próxima generación de su secta va a seguir empeñada en la ventimononia? Pues ya les vale. De entrada, al cónclave actual poco les queda para palmar todos. Ley de vida. Actus gloriosus suos conclusos sum y a tomar por culum vam. Y después, no está tan claro que sean capaces de formar una nueva banda que siga el ro­llo macareno, y menos aún de formar dos relevos. O sea que no hay mal que cien años dure. Y lo suyo ha du­rado dos mil pero algo me dice que ahora, en cua­renta añitos... Cuando los curas que hoy tienen treinta se hagan con el mando... Porque hay mu­chísimo delfín opusgrista pero hay más que, aunque pánfilos, son, más que malos, bo­bos que, más bien colgaos, sin querer se van im­pregnando del aire de los tiempos. Recuerdo por ejemplo un caso no de cura pero de joven cris­tiano de base que conocí. Un acti­vista de esos que iban detrás del Juan Pablo II en sus viajes por el mundo. Esa recua de mocerío in­ternacional que arrastraba con él haciendo bulto y cantando esas canciones naif que cantaban con aire festivo y de cristiana convivencia al hacer apostolado, y, este desde luego, aprove­chando para hacerse encular por todo cristiano que se pusiera a tiro en el alborozo del amor y la concor­dia del am­biente. Lo conocí en una playa nudista y apartada que hay en el Barranco y desde enton­ces, corría el año 90, no pude dejar de pensar en cuántos de los que conformaban esa mara seguidora del pontí­fice serían como él. A lo mejor por ahí iba la explicación de que llegaran a ser tantos y estu­vieran tan contentos de ser como eran y tuvieran esa cara de felicidad beatífica cuando sa­lían en la tele. Andaría por los veintitantos y de cuerpo era un tiarrón bien constituido, musculoso y ve­lludo, con un señor rabo, bien parecido y de as­pecto de magrebí renegrío, como tantos es­pañoli­tos. El prototipo de lo machuno. Su colega era mayor que él, rubiales, más pequeñajo, delgadi­llo, espídico y una per­fecta loca escandalosa. Durante los primeros días en los que coincidimos en pelotas en la playa pensé que eran la típica maricona anda­lusí y su chulo moro. Pero pronto iba a ver lo confundido que estaba porque cuando entablamos conversación, de que abrió la boca, quedó claro que el moro era un producto nacional y tan señora como el otro. O más. Ocurrió a los pocos días. Desde el principio estuvieron bus­cando la forma y manera de pegar la hebra y no paraban, sobre todo el mayor, de hacer alharacas plumeras y dirigirse al otro en voz alta o a gri­tos buscando meter mi grupo en su conversación. A los dos o tres días de encuentros atacó direc­tamente. Las medusas fueron la excusa. Ese año había y había que con­trolar si se podía uno meter al agua o no cada vez que se iba al agua.

     -¡¿Hay meduzaaaahhh?! ¡Mira si hay medu­zaaahhh!- decía el delgadillo a gritos al otro que estaba a punto de meterse en el agua.- ¡Mari­cón, dime si hay meduzah o no hay meduzaaah, que ademáh de maricón ereh sorda!- seguía gritándole a él y mirándonos a nosotros-. Na, que no me oye el maricón.

     Por fin acabó acercándose a nosotros para enseñarnos los cojones marcados por las cicatri­ces del picotazo que había sufrido días antes.

     -...Fíhate, fíhate como lo tengo todavía. Ahora, que ya ze m’arreglao- decía arremangándose las pelotas para enseñarnos bien la zona afec­tada-, pero lo he tenido en carne viva to ehto, y m’ha quedao un miedooo... ¡Qué mireh zi hay medu­zaaaahhhhh! Nada, ehte ni z’entera. Le tenía que picá una máh gorda que la que me picó a mí. Aunque menoh mal que no ehtaba yo zólo que zi no.... Zi no llega a ehtá Huanantonio y me lleva al ambulatorio...

     El otro salió del agua y se unió a la conver­sación mientras se secaba con la toalla que había recogido de paso por el sitio donde esta­ban. El parlanchín hizo las presentaciones y luego siguieron cotorreando sin parar sin dejar­nos decir ni pio hasta que nos fuimos.

     -...me quedo zin güevoh y m’hago travehti d’una veh. Bueno, yo me llamo Anhel y ehte mari­conazo Huanantonio, que diréih, ¿y quieneh zon ehte par de mariconah que no paran de chillar?, pueh ya lo zabéih. Yo vengo de Graná y trabajo de radiólogo y ehte vive en el pueblo d’al lao y to­davía vive con su madre y hace to lo que su madre quiera y siempre ehta con zu madre y zu madre y que zi zu madre ehto y que zi zu madre lo otro, que todavía no ha zalío de lah fardah de zu ma­dre ¡Maricón a ve cuando dehah a tu madre d’una veh y t’haceh un hombre! ¡Uhhh, un hombreee! jajajaja. Uhhh lo que m’ha zalío...

     -¿Pueh y por qué no voy a ehtá con mi madre? Oye está todo el día con que si ehtoy con mi ma­dre o no ehtoy con mi madre venga dándole que te pego, como zi ezo fuera argo malo ¿Pues con quién voy a ehtá mehó?, zi ella eh la que máh me quiere y me cuida y no ze mete en na de lo que yo haga...

     -Maricón, pueh entonceh por qué no le diceh lo maricón qu’ereh, qu’ehtáh cagao de que z’entere, tol rato ay, qu’eh mu tarde que me tengo que ir a casa que luego mi madre.. Y el mu maricón bien que se jarta follá con unoh y con otroh en el cuarto ohcuro y aluego ze va con zu madre como zi no hubiera roto un plato. Y va el niño jarto pollah. ¿O no he verdá, maricón?

     -Y a ti qué te importa lo que yo haga y zi eh verdá o no eh verdá. Yo me voy con quién me da la gana. Lo que te paza eh que te da envidia de que el de la otra noche en Málaga se viniera con­migo, pero eh que a él no le guhtaban lah locah qu’ezo eh lo qu’ereh una loca perdía.

     -Mira el maricón... que yo zoy una loca. Pueh a mucha honra que yo no m’he ehcondío nunca en mi vía pa jacé lo qu’he querío que no zoy un maricón reprimío de iglezia como tú, que ehtáh tol rato con loh curah y con el Papa. Por qué no ze la ma­mah al Papa, que’eh lo que te guhtaría. Zí, vozo­troh no lo zabéih pero ehte eh de un grupo d’ezoh...¿como ze llama maricón?,... d’ezoh que van detráh del Papa tol rato cantándole can­cio­neh... Loh mu mariconeh. Ze jartan de follá loh unoh con loh otroh y luego ze van a lah mizah ezah del... ¿dónde eh donde hah ehtao el mes pa­sao...? A ehtao en Méhico, pero dónde decíah que había zio la miza...

     -Pueh claro que zí, envidia que te da de no poder hacel-lo. Por todo Méhico he ehtao con mi grupo y el año que viene me voy a Portugal. Bien bonito que ha sido y mu bien que me lo he pazao, la convivencia y el amor en cristo... y Había un chaval que era italiano que ehtaba...

     -Ezo eh lo te guhta a ti y no el amor en crihto, maricón. El amor en crihto, ¡lah pollah que t’habran metío, ezo eh lo que te tiene a ti enamorao!

     -Pueh, ¿por qué no? envidia que te da.

     -¿A mí envidia d’ezo? ¡A mi no m´han guhtao nunca loh curah ni na d’ezo, que lo zepah! ¡Eza hente eh una farza y una mala, que zon loh peo­reh, que ze jartan de follá y luego van a cantá a la misa criticando...

     -¿Y a ti que máh te da?

     -¡Pueh porque dicen que ezo eh pecao y que loh mariconeh van al infierno y luego ehtáih toh venga a darle a la mandanga zin parar, que zoih unoh hipócritah y unoh farzoh!

     -¿Y por que voy a tener que ir yo al in­fierno por eso?, si eso es amor.

     -¡Pues por que eh lo dice tu Papa, maricón, que vah a ir al infierno de cabeza por maricón, ¿o eh que no lo zabeh?!

     -Ezo lo dicen porque tienen que decirlo pero nadie va a ir al infierno por ezo. Ezo lo zabemoh todoh. En todo caso tú, que no haceh máh que gua­rreríah.

     -Mira el maricón, que yo hago guarreríah, ¡y tú, que no parah de mamal-la!, ¿o eh que te creh que no lo zé? y luego te vah a confezá ¿Qué te dice el cura cuando le diceh que ze l’hah mamao a un tío?

     -Lo que a ti no te importa, maricón.

     -no me importa, no me importa, a ver cuándo te encuentras con un buen macho que te ponga bien y ze te quita eza manía...

     Fue todo un espectáculo. Hablaron entre ellos en un diálogo cerrado y rápido que no nos daba opción a decir nada pero dirigiéndose a no­sotros en cada palabra y en cada pregunta que se hacían, sometiéndolas a nuestra opinión inexis­tente y muda, razonando ante nuestro silencio pero para nosotros, que no podíamos salir del asombro ante la detallada información de sus vi­das que nos estaban dando a torrentes. Y no para­ron hasta que nos fuimos. Esa noche pasamos mucho tiempo recordando el diálogo y riéndonos con los detalles, y, después de eso, nunca he podido de­jar de pensar en aquel tío cada vez que salía el Juan Pablo con su séquito juvenil cristiano ¿Qué tanto por ciento de esa legión eran en definitiva más o menos Huanantonios? ¿Cuántas mamadas se hacían efectivas como natural efecto de esas con­centraciones de gozo y convivencia santa en un ambiente de por sí proclive al sexo homosexual? Normal. No era nada nuevo. Siempre había sido así. Desde los monasterios medievales hasta los ejer­cicios espirituales del pasado siglo. Pero ahora había algo que había cambiado. Algo cuanti­tativo. Parecía como si en el fondo, ahora, lo que se hiciera se hiciese más alegremente, con menos miedo a ser descubierto. Tanto que hasta que se podía contar, no sólo sin cautela sino que ale­gremente, con pelos y señales escabrosos resu­mi­dos con un despreocupado por qué no. Si al fi­nal eso no es pecado. En cierto sector de cierta base del rebaño de los Padres de la Iglesia. Esa que hace poco en Alemania ha dado saltitos junto con los obispos al grito de un bote dos botes ateo el que no bote.

     Después están los propios curas. En realidad es uno de ellos el que me ha puesto a escribir estas líneas. Es el cura actual del Barranco. Lleva ya por lo menos un par de años y está du­rando mucho, porque hace ya tiempo que no existe esa fi­gura estable del cura de pueblo que todo lo sabe todo lo huele y todo lo censura. Ahora ese perfil es diferente. De entrada no hay dios que quiera serlo. Los poco curas jóvenes que la curia consi­gue atrapar no quieren ni pa dios venir a un pue­blo a pasar su tiempo. Así que pasa como con los maestros, los médicos y demás. Que son de quita y pon. De vengo porque no he conseguido la antigüe­dad o el beneplácito suficiente para con­seguir plaza en otra parte. Y eso es ya determi­nante a la hora de ejercer el control del rebaño de base. Debido a la escasez tampoco están en un solo pue­blo sino que atienden a varios. Y con frecuencia son sudamericanos. Sí, el sacerdocio es una de las ramas laborales que más mano de obra inmi­grante está demandando y, pese al gesto arrugao de los feligreses pueblerinos, cada vez hay más cura su­daca, que pueden venir contagiados del rollo ese de la liberación. La última misa a que asistí, con ocasión del entierro de mi madre, en un pueblecito de la mancha montaraz, fue uno de estos el que ofició la misa con muchos tics latinoame­ricanos en el ritual. Un peculiar acento, una dulzona entonación, y un marcado sa­bor indígena en la liturgia, que sin duda choca­ban a la sobria mente castellana. Encima, el mo­naguillo, era el tonto del pueblo. Este con un tipo de tontería muy marcada, tanto en la cara encuadrada en las orejas demasiado puntiagudas y de expresión más bien babosa, como en el compor­tamiento que mantenía en su forma de estar al ejercer su puesto. Al principio, antes de que llegara el cura, que se retrasaba por otro rito en otro pueblo y que se tendría que ir a toda pasti­lla a otro nada más acabar con lo de mi ma­dre, se encargaba de recibir a la gente, dándole la mano y una especie de chocante bienvenida. Yo, más ocupado en mi dolor que en el culto absurdo que se iba a celebrar, creía que era el típico tonto que habían dejado entrar allí y que andaba de aquí para allá en el altar porque nadie se de­ci­día a reprimirle en su libertad de movimientos. Bien andaríamos si no rompía algo o la armaba de alguna manera, pensé. Daba el pésame a quién pi­llaba y decía que el cura venía ahora o cosas así en forma que resultaba extrañamente desagradable. Y entretanto alisaba el mantel o ponía mas allá o más acá el jarrón con las flores. Me dije que el destino quería poner una nota cómica en el mo­mento trá­gico que me tocaba vivir. Cuando llegó el cura vi que se metía con él en la sacristía y que salía luego tras suyo en el papel de acólito total que de­bía de haberle enseñado y que él se empeñaba en desarrollar con una seriedad que de­notaba la exa­geración del tonto, que se empeña en hacer las co­sas serias propuesto a no defraudar a quien le la ha dado la ocasión de hacer algo que debería hacer uno normal. Algunos momentos tuvo no obs­tante cuelgues. Como quedarse dándole a la campa­nilla más de la cuenta y con más euforia de lo deseable hasta que el cura le indicó con un gesto convenido y tajante que dejara eso y se fuera por el platillo de las cosas de consagrar o no me acuerdo qué otra cosa parecida.

     Nada que ver estos curas con aquellos ensota­nados de mi infancia que iban por ahí dando a besar a los niños la mano con la que se hacían las pajas y bendecían las hostias. Aquella losa ya no pesa sobre la sociedad. Los de ahora son variopintos y a menudo involuntaria­mente extrava­gantes. En cualquier caso mucho más inofensi­vos y desde luego carentes por completo de auto­ridad.

     Si repaso la lista de curas que han pasado por el barranco en los últimos veinte años... Es­tuvo aquel que vino a casa a hacer apostolado y salió borracho y medio convencido por Domingo, de educación luterana, de que a lo mejor era lo me­jor que los curas se casaran. Pero a aquel de to­dos modos le iban más los plátanos que el fruto de la higuera y se ponía hecho un flan de gela­tina en el contacto con el mocerío masculino y rudo de la tierra. Luego estuvo el que era antro­pólogo y estaba haciendo la tesis sobre la re­li­gión en los hombres de las tribus. Ese se pasaba todo el tiempo libre con el ordenador metido en sus teorías... parece ser que a alguien le con­fesó durante una borrachera, que él sobre todo estaba en ese rollo más que nada por acabar la ca­rrera... Ah, y luego vinieron esos que eran dos, jovencillos, que vivían juntos en una casa de un pueblo cercano y se repartían el trabajo por los pueblos como buenos condiscípulos. Aque­llos es probable que fueran algo más que copárro­cos. Tenían sus buenos coches, equipados con lo último en au­dio, eran modernos de look, siempre juntos... Yo podría haberles confundido con una parejita de Chueca. Seguramente habrá habido más que ahora no recuerdo o que ni siquiera he cono­cido, porque eso últimamente cambia... Pero hace unos años que está este que me he encontrado hoy en la carre­tera. Algo en él ha hecho clik en mi cabeza al cruzarme con él que me ha hecho ver la debacle irremediable de la episcopalidad. Qué. No sé. Ha sido una mezcla de su cara de simplón y cómo iba condu­ciendo. Aunque muy joven tiene todo del aspecto del carroza precoz. Gordinflácido. Calvorota. Con aspecto de pez cabezón con gafas. Se dirigía desde el pueblo vecino, en el que aca­baba de de­cir misa, al mío al que iba a decirla. Sí, ha sido su forma de ir con su expresión de veloz deleite conduciendo su flamante coche, de una marca vul­gar y común entre la masa de jóvenes solteros de la clase media actual ,no sé cual, una de tan­tas. Pero resaltaba que había ido a elegir entre todas precisamente una de esas que tienen quizás un di­seño especialmente referido a evocar lo deportivo y lo sensual. Dirigida a ese tipo de consumidor cé­libe que pretende proclamar su rollo casquivano y ligón, y que no puede com­prarse un Porsche. Re­marcado en su caso por un color rojo muy vivo y ardiente. Y ahí iba el tío con su cara de velocidad tras sus gafas de  sol graduadas y disain a cumplir su trabajo pastoral con las viejas, pecando quizás de pensa­miento lo que nunca podría pecar de obra por las condicio­nes físicas y síquicas de su configuración.

     Yo no he hablado más que una vez con él pero me resultó sorprendente. fue en la madrugada de las fiestas patronales. Yo había bajado a tomar una copa a la barra de la verbena y allí me en­ganchó el Chino hecho una cuba y no me soltaba ni un mo­mento con su cháchara de alcohólico total.

     Entonces llegó él. “¡Hombre, el parroco!” dijo el Chino con dicción babosa. “Ehte eh un bo­rrachín”, me aclaraba a mí delante de él, “mu buena hente, pero un borrachín ¡Pero de loh gran­deh! Zi hombre ¡Borrachín, que ereh un borra­chín!”, le de­cía, “...tómate un cubata, ¡eh, ca­marero, ponle un cubata aquí al parroco!, jajaja... No, pero eh un tío enrollao ¡Borra­chín!”

     Él sonreía con expresión beatífica de pez sonriente tras sus gafas gruesas y no decía nada. Yo no tenía ni idea de quién era el cura del pue­blo y me dije mirándole a mi lado, joder, ya ten­dría gracia que fuera este el de ahora. Pero des­eché la idea pen­sando que eso de parroco, con el acento en la o de antes de la c, sería una espe­cie de mote por parte del Chino. No podía ser una cosa así en el cargo de cura. Me dije de no hablar porque me po­día ver atrapado además de por la borrachera del Chino, por un engendro raro que lo mismo resul­taba hasta peor. Y dejé de pensar en ello aunque de vez en cuando algo me decía, joder, que sí, que va a resultar siendo el cura aunque parezca mentira. Hay que ver cómo evolu­ciona el oficio. Tendría gracia.

     En aquel momento, al fondo de la plaza, su­bieron al escenario dos niñas de no más de doce añitos, vestidas ellas muy de vestido clásico de fiesta patronal. Estaban rifando un cuadro y unas cerámicas para recaudar fondo para no sé que tipo de construcción religiosa y habían pedido una mano inocente para sacar los números premiados y habían subido las dos niñas azaradas, envueltas en sus vestiditos pastel, con sus almidonados vuelos rematados de puntilla, sus lazos traseros y enormes, y sus calcetinitos blancos. Entonces me dijo él, cu­bata en mano, con la mirada perdida en el escena­rio, con aire alegre y espontáneo de tópica complicidad: “Manos inocentes dicen, pues esas dos son buenas para que las sacara el Chicho en la tele, ¿que no?.”

     Yo me quedé sorprendido. Se referiría a Chi­cho Ibañez Serrador y a su coro de jovenzuelas picaronas, que ligeras de ropa cantaban alrededor de él eso de, madre chicho me mata me mata me mata... y habían sido la delicia de los viejos verdes hasta hacía poco en su programa semanal de la televisión. Le observé buscando sentimientos, pero aunque sus ojos enfocaban con precisión el escenario carecían de cualquier expresión aní­mica, como los de los teleósteos  ¿Sería de ver­dad el cura?  Si resultaba serlo me estaba per­diendo una ocasión de hablar con él y hacer impa­gable conocimiento de todo un personaje. Y en ese momento vio a alguna otra fuerza viva del pueblo y diciéndome que se iba a saludar un mo­mento a esas personas se alejó unos pasos y rom­pió el contacto conmigo para siempre. Justo cuando com­prendí que efectivamente, no cabía duda, debía ser el cura casi que seguramente.

     Mi perplejidad duró un buen rato y dura cada vez que me acuerdo de sus palabras ¿Pedofilia re­fleja? ¿Intentos de caer gracioso? ¿Peculiar forma de apostolear entre la parte masculina del rebaño? En cualquier caso una locución un poco fuera de la idea oficial de sacedorte. Pero así anda el clero. Y de entre ese clero tendrán que salir los futuros conclaves. Claro que están tam­bién los otros, los ladinos, los que no pierden comba, los que no dan un paso sin pensar en pros­perar. Los que sin que se pueda decir que son más listos resulta que son más hábiles para pillar cargo. Los trepas. Los de a dios rogando y con el mazo dando y pacto con Satán por conseguir el puesto. Los que viven sólo para eso. Son menos, desde luego, pero sabido es que pertenecen a la especie de los Abundiuns Carcuñaceus, y esa es la mejor dotada para la lucha burocrática y donde se metan acaban copando los cargos de la dirección.

     Pero aún así. De cualquier modo. Incluso esos retrógrados benditos van a cambiar el rollo precisamente para poder seguir chupando de la di­vina teta. Primero será lo de que se case el clero y que las mujeres puedan ser de entrada sa­cerdotas y por fin hasta papisas. Luego, si no hay una involución social a la barbarie, algo se permi­tirá en relación a la homosexualidad. De hecho ya hay iglesias cristianas que tienen curas gays ca­sados entre sí y ante dios por el rito y la je­rarquía de la propia congregación religiosa. Tam­bién acabará la Católica tragándose ese sapo. Ojalá no fuera así, porque eso acercaría el fin de su dominio. Y no puedo imaginar mejor maravi­lla que un mundo libre de esa tara. Un mundo sin iglesias, donde cada individuo tuviera la suya verdadera. La gloria en la tierra. Pero eso, ahora, es todavía una utopía. El Cosmos quiera que sea un día realidad. Amén.

 

Enrique López

enriquelopez@elbarrancario.com

 

 
 

 

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