Pero, ¿qué es lo que quieren?

 

¡Qué alegría, oye! ¡Qué bien pertenecer al mundo rico! ¿no? Ser parte de ese veinte por ciento (como mucho) que vive en el jurujujú. En el siglo veintiuno. En el tercer milenio. En el progreso. En la civilización. en lo avanzado. En lo culto, en lo guay, en lo chachi. En la abun­dancia. En el futuro. No los otros que viven en el atraso y la miseria y la superstición. En la pura edad media. Pero peor, porque quieran o no les llega el eco de nuestra fiesta, la envidia de nuestra situación, los peos de nuestras digestio­nes. Sin que estén invitados encima también les toca servirnos de materia prima, de mano de obra, de objeto de festín, de banco de pruebas, de man­tenimiento de nuestra juerga infinita. Porque es gracias a ellos que disfrutamos del holgorio. Es obvio. Son nuestros esclavos. A ellos les toca llenarnos las mesas, fabricarnos los objetos, te­jernos las ropas, montarnos los aparatitos, ba­rrernos las mierdas y procurarnos todo lo que ne­cesitemos. Incluido la satisfacción de lo sexual y el disfrute de lo exótico, el recreo de aventu­ras, y la estancia temporal y renovadora entre lo desconocido, lo nativo, lo lejano, lo raro, lo inaudito, lo fantástico ..., a veces extrava­gante, pintoresco, chocante, incluso hasta posi­blemente peligroso... uhmm, siempre envuelto en ese aire tan natural y arcano, tan puro y auten­tico. Tan excitante. Tan divertido. Y tan cu­bierto de seguro por la compañía de viajes. Hasta los que no quieran viajar con su cuerpo pueden hacerlo en alma y caja tonta a través de los mil y un documentales que se emiten al efecto. Mira que hay. Cuando no es de animalitos selváticos, es de indígenas animaliticos. Yo me creo que tie­nen que estar hasta el culo de las cámaras y equipos que les filman sin parar. Muchos de ellos son de denuncia y enseñan lo terrible, con pelos y señales, del abuso que ejercemos contra ellos. Son como para llorar de pena. Pero, la culpa de eso está tan tapada en el fondo de nuestra indi­ferencia, tan ignorada, tan justificada, tan poco... tan fuera... tan que nos trae tan sin cuidado que en realidad, oye, es que no nos acon­goja en absoluto. Hasta que nos entretiene más y mejor que otro menos crudo. Hasta en la denuncia de su explotación sirven a la satisfacción de nuestro ocio. Porque en nuestro mundo no existe el remordimiento. No se encuentra la preocupa­ción. No cabe la angustia. Porque en realidad, si están así, es porque se lo buscan, ¿no?, con esas religiones tan extrañas y esas formas de vida tan rancias que se empeñan en tener. Sólo saben tener hijos para que se les mueran de hambre luego. O acaben haciendo zapatillas para adidas con los dientes, durante veinte horas al día. O manejando las armas que les compran a occidente, en esas guerras terribles en las que se pasan todo el tiempo liados y que tanto les gustan. Y además, esa gente, el ochenta por ciento de la humanidad, en realidad no existe, ¿no?, si no es en el plano virtual de los telediarios y programas de la tele dedicados a mostrárnoslos en las sobremesas. No, no hay problema. No cabe el reconcomio. La con­ciencia de culpa. No hay por qué. Nosotros vivi­mos en el mejor de los mundos. La civilización avanza y la justicia es cada vez mayor. La soli­daridad es ya una carrera universitaria. Se tra­baja contra el racismo, la homofobia. La igualdad de la mujer. Se combate la violencia doméstica y se observan los derechos del menor y del viejo. Cada vez es mayor la conciencia ecológica. Por dios, los derechos humanos son la bandera de la sociedad moderna. La unesco, la unesca, la esta, la otra, la industria de las oeneges. La toleran­cia, la solidaridad, la democracia, el mutuo en­tendimiento, la colaboración, son los paradigmas del nuevo orden. Los ejércitos ya no actúan si no es en misiones de paz, de reconstrucción, de sal­vamento, de democratización o de algún otro ca­rácter altruista. En cualquier caso, en misiones siempre humanitarias. Pronto los soldados van a llevar cofias metálicas en lugar de casco. Pero claro, los otros, los enemigos de la civiliza­ción, no piensan sino en hacer el mal. Fijaos que han inventado el terrorismo. Por dios. Cómo pue­den ser tan malos. Como ven que no pueden enfren­tarse directamente a nuestro poder, el poder de la razón y la libertad, van y atacan La Civiliza­ción solapados en el anonimato, traidoramente. Minan la seguridad de nuestro justo sistema. Y, en lugar de elevar denuncias a los organismos de­mocráticos internacionales, si es que algún abuso llegan a sufrir, lo que nos permitiría eliminar­les preventivamente mientras esperan la res­puesta, no, pasan de ello, y llegan incluso a la cobardía de hacerse reventar a si mismos con tal de llevarse por delante lo que pillen. Un horror. Porque claro, a este paso el jurujujú del mundo rico, del chachi, del como dios manda, oye, se va a ver atragantado con el espanto de a ver cuándo es cuando le toca a uno el bombazo. O el virus prefabricado. O la ponzoña. Señor. La ponzoña maldita, que eso si que da miedo.

     Acojona un poco. El miedo a que nos pase lo que a María Antonieta, que unos días antes de perder la cabeza, estando mirando por las venta­nas de Versalles a la masa enfurecida parece ser que preguntó extrañada, “¿Qué quieren?”. “Majes­tad, quieren pan”, le contestaron los cortesanos. “Pues si no tienen pan que coman tortas”, parece ser que contestó divertida mientras seguía sus correrías por los pasillos de Palacio.

     Pero bueno, de todas formas, qué bien. Qué alegría pertenecer al mundo rico, al libre, al chachi, al que mola, al que pita, al que está ci­vilizado y se rige por la Ciencia ¿no? Aunque se sea un puto obrero de la construcción. Quizás cualquier día nos toque la primitiva y entonces si que será guay. Total, seguramente, pronto, las fuerzas que velan por nuestra seguridad acabarán eliminando el problema, aunque sea fumigando lo que haga falta fumigar. Democráticamente.

Enrique López

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