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Gore Vital.

 

 

 

     Qué bonito momento percibo y qué de dulzura me envuelve de repente en esta escena familiar de mi feliz día a día en la que me regodeo. Domingo y yo hemos cenado ricamente y la gata en el suelo se aplica a comer en su platito. Se recoge delicada y disfrutante atacando la sardina hecha rodajas en lo que es la pura imagen del amor más hogareño. Ahhh, me digo en trance de nirvana, qué hermosa relación entre nosotros y este animalito, unidos en el destino del Tiempo y del Esto en la paz y la concordia de esta vida de desarrollo cósmico armonioso. Qué de ternura. Qué de energía positiva. Ommm. Pero de repente, ¡crahhkgg!, la escena cristaliza ante mis ojos lo que de horrible tiene. Y pasa a convertirse en puro gore. Terror del crudo y duro al contarla la lechuga que hemos troceado viva, y mezclado con sal y con vinagre cuando aún era sensible, mientras nos decíamos, riendo, ajenos por completo a sus gritos de agonía, cosas que nos movían a la felicidad y al gozo de ir excretando el jugo corrosivo en nuestras tripas, que ahora disuelve sus trocitos de materia verde masticados, cachos de ser capaz aún de entendimiento, lentamente. Y la vaca ausente a la que sólo hemos comido un par de finas lonchas trasversales de una de sus nalgas. Su versión se me antoja aún más aterradora por la mordacidad que tiene lo sutil de su pérdida y por si posible fuera que siguiera pastando dolorida después de haberlas perdido en nuestro beneficio con la incisiva herida abierta. ¡Hijoputas!, me dice destrozada la sardina mirándome a los ojos desde el suelo, con la cabeza prendida a un trozo de cuerpo del que le cuelgan las tripas que la gata lame con golosinería. Lo siento mucho nena, tienes toda la razón. Yo también me quejaría. Tú dolor ha sido nuestro gozo. Reconozco con lejana compasión el horror de su martirio. Pero es la vida misma que sea el daño de unos el encanto de los otros. Que quieres que te diga.

 

enriquelopez@elbarrancario.com

 

   
 

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