Bit Astral

 

 

 

 

     Jorgito del Valle va en su moto. Es una moto ni muy chica ni muy grande, pero buena y molona. Embutido en su chaqueta de cuero y sus pantalones vaqueros se sorbe los mocos por que se le caen debido a que antes de arrancar se ha metido un rallajo de coca que no veas. Va hacia el estadio porque está encargado de la organización de un macroconcierto antidroga. El trabaja de eso, en asuntos culturales para la administración, y ahora toca organizar esa campaña, la salú de la juventú y toda esa vaina que tan de moda está últimamente, y que tan ocupado le tiene, por suerte. El lema es, no te dejes enganchar, o, date a la vida. A él le gusta más lo de date a la vida, sobre todo porque esa frase es suya, piensa mientras se desliza por la avenida en el globo de su moto. Pero en la reunión preparatoria había triunfado la otra frase, claro, venía del grupo de cabeza, de los que están al lado de los poderosos, de los politiquillos de... De los que se llevan el gato al agua, pensó concluyente, no yo, que lo que me toca es currar como un tonto y hacerlo todo. Hay que ver lo que es la vida, pensó, porque algunos de esos están más que enganchados, mucho más que él, se lo había contado su camello habitual, que sólo sirve a gente de altas esferas, calidad, seguridad, discreción, y precios altos. Desde luego buenos precios, la virgen. Pero él tampoco consumía tanto, se dijo. Sólo lo justo, más que nada para cuando había que trabajar duro, como hoy. Bueno también para divertirse, y para follar, claro, pero... muchos días no se metía ni siquiera dos rallas, tres lo más como mucho. Eso, de no ser por lo que le costaba, no era para...

     Antón Pirulero conduce su coche. Es un coche discreto, de color discreto, de marca discretamente lujosa, de su estilo. Se dirige a los juzgados de la ciudad porque es el Juez Titular de Menores. Viene de un piso al que va al menos una vez por semana. Prefiere ir por la mañana que por la noche porque es más discreto, no tiene así además problemas de explicaciones con su familia. Se la acaba de mamar a un adolescente de catorce años. Bueno, sí, en realidad todavía tiene trece pero ya le queda poco. Hace unos meses que es su preferido. Lo conoció a raíz de un atraco a mano armada con navaja. Él iba con su hermano mayor. El mayor pasó a la cárcel y el joven quedó bajo su jurisprudencia. Se las ingenió para dejarle libre de cargos, era tan guapo. Parecía un ángel con cara de malo. Luego le puso en contacto con ciertos alcahuetes, amigos suyos desde hacía ya mucho tiempo, para darle así al joven una oportunidad de ganarse la vida honradamente. Si bien claro, le advirtió de la necesidad de ser muy discreto, porque no se podía enfrentar a los prejuicios sociales que... Ellos se encargaron de montar el piso y demás. Eran gente que hacía bien las cosas, que trabajaban con chicos buenos, que no les explotaban ni cosas de esas. No eran como otros que carecían de escrúpulos y... Mientras conduce medita sobre lo complejo de la vida, de la vida en general y de la suya propia, y saborea el sabor que le ha dejado en la boca el contacto sexual con el joven ¿Joven, niño? El prefiere pensar joven, aunque este está ya en un límite de edad para su gusto. Pero le gusta. Es tan picardeado y tiene tanta inocencia a la vez... En el semáforo se ensimisma un poco más. Se afloja un poco el cinturón de seguridad porque le aprieta demasiado. Se observa la barriga. Hace tiempo que dejó de intentar hacer ejercicio para bajarla. Lo mismo que le pasó con el mal aliento perdió la fe de poder bajar barriga. Ese mal aliento que no se quita ni con sprais ni con caramelos de menta, ni con ninguno de los cien productos que había probado. Distraídamente se mira los hombros en el retrovisor. A veces le cae caspa y le da mucha rabia que se le vea así en el juzgado. Se encara con su mirada. Advierte en ella algo quizás sucio, que no le gusta, y mira más atrás. Reflejado a un lado ve una valla publicitaria. Es un anuncio de pañales de una conocida marca. La foto de quince metros cuadrados reproduce un grupo de niños de más o menos un año de edad. Todos están desnuditos y enseñan a la cámara el culito. El lema dice, culitos sanos culitos felices. Los hay de todas las razas. El negrito mira hacia atrás sonriendo mientras se chupa el dedito. Joder, ¡cómo quieren que no se ponga uno cachondo!, dice en voz alta arrancando porque el semáforo se ha puesto en verde, sin dejar de mirar de reojo por el retrovisor.

     Alberto Lerraz ha subido en el vagón del metro. Va a un congreso de alimentación vegetariana y alternativa. Poco a poco ha ido progresando en ese campo. Ahora, aunque no con demasiada holgura, ya vive de eso. Es feliz porque hace lo que le gusta. Un trabajo interesante y sobre todo benéfico. Mientras repasa los puntos de la ponencia que va a leer en el congreso, La Lucha Contra Los Hábitos Perniciosos En La Alimentación, se saca con la punta de la lengua un trozo de morcilla de entre dos muelas de atrás. Tiene un huequecillo y siempre se le queda algún resto de comida... Hace unos minutos, antes de coger el metro, se ha tomado en un bar de raciones grasientosas, una de morcilla, poco hechas, como a él le gustan, jugositas, con unas pocas de patatas fritas, y una caña. No es que lo haga con demasiada frecuencia pero sí cuando está nervioso, cuando necesita reafirmarse, o algo así parecido. Hoy está especialmente nervioso porque dependiendo del congreso puede pasar a la comisión directiva de la organización, lo que le supondría un mayor reconocimiento y, desde luego, mayor estabilidad en su carrera. No debería haberlo hecho, lo de comerse las morcillas, porque de alguna manera le hacía luego sufrir sicológicamente y no dejaba de repetírsele el sabor con esa especie de ardor estomacal que le producía. Además, eso, le hacía aumentar el problema de erupciones cutáneas que sufría crónicamente. Bueno, no importaba, después que se acabara el lío del congreso se pondría una dieta estricta y pasaría tres días haciendo una cura de uvas, pensó mientras mordisqueaba el trocillo de morcilla que se había sacado de entre las muelas, disfrutando del sabor que aún le quedaba. Pasó la vista por las caras del vagón. Qué mala pinta tenía la mayoría. Estaban descoloríos. Sin duda era debido a la mala alimentación. Se dijo. Y se sentó en un asiento libre y sacó unos folios de su portafolios y tomó unos apuntes. Algo así iba a meter en su alocución. Las caras del metro y las morcillas de sangre negra fritas.

     Zoilo Bertrán se abrochó el cinturón obedeciendo la orden de la azafata. En seguida el avión se dispuso a despegar. Zoilo es policía de alto nivel. Pertenece a un cuerpo especial encargado de la seguridad del estado. Su nombre siempre le ha supuesto una vergüenza, desde la escuela. Todos se reían de él, Zoilo, zoilo, zoilo. Con el tiempo se había llegado a acostumbrar. Su profesión también le había ayudado a sentirse más seguro de sí mismo y a descargar parte de la ira que la nominación le producía desde su nacimiento. Desde hacía muchos años se hacía llamar Bertrán, pero quedaba siempre el escozor de tener que ver la risilla contenida en el otro cuando se veía obligado a presentar su documento nacional de identidad o cosas así. Pero hoy no había tenido ese problema en el aeropuerto al presentar su billete. Viajaba con nombre falso, Antonio Vazquez Martín, y disponía de la documentación precisa que así lo acreditaba. Era la que utilizaba cuando tenía que hacer misiones del tipo de la que estaba haciendo ahora. Iba a Ginebra a depositar cierta cantidad de dinero en cierta cuenta. Ese dinero servía normalmente para mantener grupos secretos que combatían a los terroristas con sus mismas armas. En Concreto, ahora, iba a servir para algo más complicado, él lo sabía: financiar cierto atentado con bomba que se iba a hacer cometer al propio grupo terrorista utilizando ciertos agentes infiltrados en su organización. La operación formaba parte de una estrategia política en la que se iba a sacrificar cierto individuo de su gabinete en aras de crear una corriente de opinión en contra de la organización terrorista. Era algo cruel, sí, pero así era la vida. Y era algo peligroso, claro, no sería la primera vez que gente como él se veía en juicios y marrones jodidos. La puta prensa. La política que era muy sucia. Pero por eso iba a cobrar. Parte del dinero que trasportaba iría a otra cuenta, la de unos testaferros que le correspondían. No iba a hacer esos servicios por la cara. No, claro, los tiempos idealistas hacía tiempo que habían pasado. Y el que iba a pagar el pato no era más que un pringao que siempre estaba jodiendo y molestando, en contra de las acciones enérgicas que frecuentemente había que tomar y... Parecía que estuviera de la otra parte. Que se jodiera. Uhhh, ya estaban en el aire. Siempre le entraba un cosquilleo por el cuerpo cuando notaba que el avión ya no rozaba el suelo y empezaba a elevarse. Se quitó las gafas oscuras y miró por la ventanilla, la pista quedó atrás y la ciudad se empequeñecía bajo sus pies. Volvió a ponerse las gafas. Aunque él no era un personaje demasiado público no había que andarse... A ver si daban pronto la orden de que se podía fumar.

     Jhon Whitelli se abrochó el cinturón para prepararse al aterrizaje. El camarero del pequeño jet, propiedad de Microsoft, en el que volaba le había advertido de que lo hiciera. Era agente de la D.E.A. Venía de realizar una entrega de trescientos kilos de heroína en una base militar americana del sur de aquél país. La heroína procedía de Afganistán y había sido entregada como pago de un cargamento de armas rusas que la guerrilla había comprado meses antes a través de una conexión alemana con sede en Australia. Él había sido el encargado de la operación y ahora venía de entregarla al ejército, a cierto sector del ejercito de aquella base, que la introduciría en EE.UU y utilizaría el dinero para hacer jugar a cierto sector de la guerrilla colombiana para conseguir eliminar ciertos productores indeseados en el campo de la cocaína. Un lío. Pero él hacía ya muchos años que no se planteaba lío alguno en su cabeza. Desde que llegó a ese cargo, proveniente del servicio de inteligencia. Actuaba como había que actuar y santas pascuas. Pronto iban a tomar tierra en la ciudad donde tenía que asistir a unas jornadas que la INTERPOL organizaba sobre el peligro de las drogas y la necesidad de llegar a una actuación planetaria en ese campo. Se rió para sus adentros. Desde luego la actuación ya era planetaria, se dijo apurándose el Bourbon y dejando el vaso en el orificio que la mesita tenía a tal efecto. Miró la ciudad bajo él. Le gustaba ver las ciudades así. Le hacía sentirse por encima de la masa. Ese montón de hormigas de dos patas. Cerró el ordenador portátil. Acababa de mandar un e-mail vía satélite a cierta dirección que decía, “todo bien, las fotos ya están vendidas.” Era lo acordado. Después intervenir en el simposium y ya está, se habría ganado un cierto periodo de vacaciones que pensaba pasar con su familia en Alaska, que era su tierra natal. Pero esta noche, eso sí, pensaba pasarla en ese centro de relax de lujo que había en esa ciudad y que tan bien le atendía cada vez que pasaba por ella. No sabría decir por qué pero se sentía seguro de que eran totalmente discretos, y no conocía sitio donde preparan mejor el besugo a la sal.

     Soledad del Camino había decidido caminar un poco. Desde que salió de la casa de Genaro estaba confusa. Ojalá pudiera no ir esa mañana a su oficina. Pero tenía esa reunión inaplazable con el fiscal, acerca del guardia civil que había roto la pierna a su mujer de una paliza. Ella era la directora provincial del Servicio de Atención a Mujeres Maltratadas, y unas de las fundadoras de tal institución. Hacía ya casi quince años, desde que se separó de su marido, dedicaba toda su vida a trabajar en favor de las mujeres maltratadas. Su marido le había pegado mucho y, eso no se lo había contado nunca a nadie, no había sido el primer hombre que le pegara. El primero había sido su padre. Dios, todavía soñaba con él por las noches y se despertaba angustiada pero con el sexo húmedo. Con su exmarido no le había pasado nunca eso. Soñar con él. Pero ese es que era una bestia corrupia. Sólo le pegaba y le pegaba, y nunca había nada de sexual en el ataque. Después de dejarle se dijo de rehacer su vida y lo consiguió. Se unió a aquel grupo de mujeres que en aquel entonces eran tan activas, la lucha feminista, en contra del machismo y todo eso. Y poco a poco se había ido haciendo un puesto en esa guerra. Se había ido instalando en ese trabajo. Se sentía útil. Estaban esos sueños incestuosos, monstruosos, sí, pero estaba acostumbrada. A veces hasta le agradaba en el fondo tenerlos. En el fondo era feliz. Vivía sola. Había tenido varios amantes. Bien. No habían estado mal, pero le duraba poco el entusiasmo. Había acabado siempre dejándolos. Y entonces, hacía unas semanas había aparecido Genaro. Ah, ¡cómo había podido ocurrir...! Fue en un bar al que a veces iba, para conocer gente. Él se acercó, le gustó en seguida por la pinta chulo que tenía. Le gustaban los tíos con pinta de chulos, no lo podía evitar. La invitó a una copa. Él le preguntó qué hacía. Ella le contó su trabajo muy animada. Él puso cara de sabérselas todas y de sopetón le preguntó si no le ponía cachonda que le pegaran de vez en cuando un buen manotazo. Lo soltó así mismo, con todo el descaro del mundo y una prepotencia que ella no había visto ni en las películas. Ella se quedó de piedra. Sí, siguió diciendo él cada vez con más superioridad, aunque sea en las nalgas mientras te dan tu merecido por detrás, no me digas que no, ¿eh?. Ella siguió como de piedra pero empapó las bragas allí mismo, mientras él le contaba que era capitán del ejército y que estaba destacado en Bosnia, y se fue con él a su casa. Lo que había seguido después fue una escalada vertiginosa en una relación cenagosa en la que se estaba hundiendo hasta el cuello. La primera vez le había puesto las nalgas como tomates. La segunda empezó soltándole un bofetón que le partió la boca. Si vuelves a darme donde se me pueda ver no te vuelvo a ver en la vida, dijo ella. Sólo le daba terror el que le pudieran ver las marcas, el que se pudieran enterar... Por dios, sobre todo en el trabajo. Y anoche en casa de él... La pasada noche... Cuando salió del cuarto de baño se lo encontró en medio de la habitación, se había puesto su uniforme de campaña, las botas, todo, pero tenía el cinturón en la mano. Sorpresa, dijo él. A ella el corazón se le saltó sólo de verlo. El le preguntó jocoso, ¿te gusta la poesía?, a ver qué te parece esta, dijo abriéndose la bragueta, mira como se le ha puesto el nabo a Genaro, venga cómete este pareado. Por dios, le había dicho eso, literal, qué vulgar cochinería, ¿cómo había podido ponerse de rodillas...? Y luego vino la meada. En la boca. Las patadas. La pierna izquierda le dolía tanto que no podía ni andar y... Bueno tenía que dejar de pensar. No podía dejar de ir a la cita con el fiscal. Daba igual, a la mierda todo. Al fin y al cabo era su vida privada, oye. Ya tomaría una determinación. Pero esa noche iría a cenar con él a  ese restaurante... ¿como se llamaba? Daba igual lo tenía apuntado ¿Y el guardia civil? ¿No sería ese caso en algo parecido al suyo? Pero, ¡qué hacía!, reaccionó, no podía ponerse ahora en contra de la corriente ¡Ese era un cabrón y ya está! ¡Tenía que machacarlo y no había más que pensar! Y empezó a subir las escaleras del paso a nivel de aquel nudo de escalestris.

     El nudo de escalestris era una obra de alta ingeniería. Tenía varios pisos donde se cruzaban pasos peatonales y diferentes vías rodadas a diferentes niveles. También el metro. De pronto, como piezas moleculares girando en el espacio, al tiempo, cada uno moviéndose hacia su dirección, entraron en ese nudo todos. Soledad andando medio coja, el vagón donde viajaba Alberto Lerranz, Antón conduciendo hacia el sur, Jorgito en su moto a toda pastilla hacia el norte, el avión de Jhon bajando y el de Zoilo subiendo, sobrevolaron esa zona y en un instante, sólo un instante, entraron todos en conjunción perfecta, incluido Charles Anyi, que volaba en las antípodas, en la avioneta privada fletada por la National Geografic. Hacía un momento había cerrado su ordenador portátil. Había recibido el mensaje, “todo bien, las fotos ya están vendidas”, y ahora se disponía a preparar sus cámaras para realizar las tomas aéreas. La luz era magnífica. Él sólo tenía que redireccionar el mensaje a otra dirección. Sin duda sería algo raro, sucio, qué duda cabía, pero no tenía que hacer más que eso. Sabía que no tenía que hacer preguntas. Que su puesto como fotógrafo dependía de esos servicios esporádicos que tenía que hacer. Que se había visto obligado a hacer. No quería saber más. Después de cada servicio, eso sí, él se encontraba con un suculento ingreso en su cuenta. Lo que fuera era secreto y era cosa del Estado. Eso era seguro. Era mejor no pensar. Sería peligroso negarse. De todas formas hacía todo lo posible por ayudar a Green peace y... Daría parte de los ingresos de su nuevo libro de fotos, A vista de pájaro, para la causa ecologista y de ayuda al tercer mundo.

     Sin saberlo él también entró en la conjunción perfecta que se dio al otro lado del mundo en el nudo de escalestris. Tampoco él se dio cuenta. No sintió nada. Pero por un instante, ese instante, formó parte de los puntos que dibujaron la línea, perfectamente recta, que cruzó curvándose el universo de parte a parte para hacer encontrar sus extremos en el infinito. Inmediatamente después cada uno siguió su camino, pero algo parecido a un clik hizo clak y el cosmos advirtió la seña y la incorporó al programa de su materia, como un pequeño bit más de la información del tiempo. Inmediatamente después todo siguió su curso.

 

Enrique López.

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enriquelopez@elbarrancario.com

 

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