Si quieres leer el texto en PDF, pincha aquí    
   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pulgoncitos.

 

 

 

Y de pronto los vi como tres pulgoncitos. O vi lo tres pulgoncitos que eran. O quise mirarlos como si fueran tres pulgoncitos y así los miré, con la mala leche del que le acaban de clavar en el precio de su compra.

     Allí estaban los tres, detrás del mostrador antiguo de su ferretería (la mayoría de las ferreterías son antiguas), en escala, con esa posición un poco militar de firmes al servicio y vista al frente de su tienda dispuestos a servir al punto, pero con las manos inactivas (no había ningún otro cliente) encima del mostrador como que jugueteando con algo imaginario, quizás con algún pico del papel de estraza del que hubo tiempo atrás ahí para envolver y que desapareció al dejar paso a las bolsas de plástico, aguantando el tirón después de haberme metido el clavo de un unos pocos miserables euros más que me acababan de clavar. Las tres generaciones dependientes al frente del negocio familiar. Padre, hijo y nieto. Los tres pequeños y reboludetes. Los tres con la careta simpática y servil del comerciante. Los tres genéticamente dispuestos y dotados para la succión. Los tres pulgoncitos, me dije mientras pagaba, engordando su negocio de ferretería.

           

     Curioso el mundo del negocio. La propia palabra lo dice. Una vez tuve una visión gráfica del mundo del Neg-ocio muy reveladora. Fue una de esas visiones holográficas, sólo explicables por un tipo de sinestésico fenómeno, que suelo tener muy a menudo, en las que se me aparecen las estructuras de las cosas como otros ven las Vírgenes, por ejemplo, vestidas con sus galas y hablando de sus cosas. Esta fue en un bar de la madrileña calle de Tortosa, mira tú por donde, donde me estaba tocando trabajar de camarero por suerte o por desgracia. Era un estrecho bar de tapas y comidas, para obreros y currantes de la zona, que luego por la noche pretendía ser también una suerte de abrevadero alcohólico con cosas de picar, regentado por una pareja formada por buscavidas madurillo y conservado, fracasado del mundo de las relaciones públicas de la ya, como él, pasadilla Movida Madrileña, y una suerte de nínfula yanki perdida y postmoderna que había querido ir de cantante de Jazz y que ahora estaba, llegando a la treintena, transitoriamente por supuesto, metida en la cocina del bar en cuestión hasta el mismísimo cuello. Eran pareja a pesar de la notoria diferencia de edad quizás por la alta tasa de alcoholismo profundo irremediable que sufrían, cada uno a su manera, pero los dos por igual. Se habían quedado con el bar, quedándose en la ruina a causa del traspaso, seguros de que el neg-ocio se iba a trasformar, por arte y magia del eléctrico poder aglutinante que, como publishreleshion y cantante de moda probados que habían sido, tendrían, en uno más de esos puntos de encuentro que surgían en la madrugada madrileña, donde iban la crema de la cultura de culto y su corte de buscavidas a beber y a comer y a echar un rato de contacto de ligue y de reposte antes de seguir la marcha loca. Porque ninguno de los dos podía continuar diciéndose que eran lo que malamente habían sido alguna vez y había que ver la forma de sacar dinero pronto mejor cuanto más fácil. Pero aquello estaba claro que no iba a resultar, y del chorro de famosos de la noche que esperaban atraer sólo acudían de tarde en tarde algunos de los más mediocres, con una ristra de chulos y putillas como esponjas, que iban más que nada a ponerse hasta el culo sin pagar y comprobar de paso el desastre del par de fracasados para mitigar el suyo. Y allí estaba yo, el tercer borne de la pila neg-ocial, el camarero que, si bien no era ya tan joven como se hubiera querido ni tan atractivo como era de desear para el ganado que se intentaba atraer, resultaba resultón y desde luego era lo mejor que habían podido encontrar por la miseria que pagaban. Embutido en el absurdo uniforme en el que el muy colgao se empeñaba que era necesario que me embutiera para conseguir no sé qué efecto imprescindible. Incluida pajarita. Y con una rabia amarga interior por no valer nada más que para estar allí, gastando mi genio y mi tiempo en eso para sacar esa miseria, que rezumaba por los poros del disfraz de mi actitud alegre y positiva como un veneno letal invisible y achicharraba todo lo que tocara. Lo último que le faltaba a una empresa así para acabar de hundirse en la mierda en que estaba destinada a flotar, yo. Además de un par de dueños alcohólicos. Uno de los que no se le notaba nada por más que bebiera pero que se podía meter un capital al día en  alcohol caro sin enterarse de que no se enteraba de lo que hacía creyéndose marido responsable y metre ideal, y la otra que era de las que no podía probarlo porque si lo hacía estaba perdida para varios días, si no meses de internamiento, y a la que tenía que servir continuamente agua con gas y con hielo para que pudiera engañar al vicio con el ruido de la copa y darme a mi por culo cuando más trabajo tuviera. No aquello no habría podido funcionar ni con un milagro. Había sido un delirio desde el primer momento de su concepción como idea. Y cómo pasaba mucho tiempo sin hacer naíca o haciendo con que hacía algo para no verme metido en un zafarrancho de limpieza innecesaria o de algo que se inventara el jodío borracho para no tenerme sin hacer nada mientras me llevaba el dinero que no estaba produciendo, pensaba mientras hacía algo sin pensar. Pensaba mucho. Pero eso ya te he dicho que es algo que no paro de hacer nunca, posiblemente, de una manera que sin duda debe de ser hasta enfermiza. Da igual. Pensaba y tenía esas visones gráficas y en una de ellas, especialmente clara y reveladora, venida a lo mejor mientras lustraba los cubiertos, vi el tejido social como eso, como lo que es, como una trama de hilos conductores en la que urden su existencia  unos bichitos bípedos e inquietos que no paran de moverse agrupándose y desagrupándose en torno a un tipo de nódulos, que ellos mismo construyen y destruyen, o parecen construir y destruir, en esas tramas, en los que, haciendo los tejemanejes que tengan que hacer según cada caso, lograban condensar gota a gota ese elixir que tanto buscan y que parece imprescindible atesorar para el funcionamiento del cotarro. Sí, unos nódulos, unos lugares, unos laboratorios, una especie de puntos de conversión, con razón social establecida por precisas coordenadas en la trama, que formaban una red de producción muy variopinta dependiendo de las materias primas que se utilizaran en el proceso, o del tipo de rito que se tuviera que efectuar para conseguir la buscada transubstanciación de la deseada linfa, de la cantidad de tiempo que exigieran para su funcionamiento o de otras muchas cosas. Pero al final en todos la base fundamental era la misma. Es la misma. Se trata de una suerte de lugares alambiques que tratan de encauzar hacia ellos determinadas energías o clientes que por el hecho de pasarse por allí, o hacer pasar algo por sus serpentines, cristalizan para el vaso receptor ese tipo de ámbar nectarino deseado que es el alimento social que se busca conseguir y que es lo que llaman ganancia, una miel que les sabe dulcísima y que se suele manifestar siempre en billetes, o crédito o algún tipo de moneda de cambio que sirva luego para conseguir los deseos profundos que se querían cumplir para alcanzar la felicidad final de ociar y que curiosamente, eran a la vez el motor neg-ocio que llevaba en principio a formar esos nódulos y lo que hacía acudir a los clientes primos a meter en ellos la materia primigenia, con frecuencia consistente también en partes del ocio que les correspondía, para que funcionaran. O funcionasen. Y funcionaban que era una maravilla, estos nódulos crisoles, donde por obra y gracia de esos tipos de alquimia secreta e iniciática precipitaban como por encanto la concepción de ese soma divino. Sin embargo los había que por algún tipo de error en el conjuro, o lo que fuera, lo que conseguían, también milagrosamente, era todo lo contrario, que se evaporara cualquier cosa que se metiera en ellos sin dejar nada más que un pozo sin fondo de mierda y congoja, más y más profundo cuanto más empeño se pusiera en que funcionaran, y ese era el caso del que a mí me ocupaba. Por lo demás los había de todo tipo imaginable. Porque cuanto más contemplaba el retablo más tipos de nódulos descubría. Estaban los que eran casi individuales y los que en cambio eran enormes, colectivos, donde miles de individuos nodulaban para unos pocos, por unas pocas gotas del beneficio que generaban. Otros formaban parte de la urdimbre oficial de la Administración y aportarles combustible era, por Ley, norma de obligado cumplimiento para to bicho viviente y los que los hacían funcionar gentes que se habían pasado los mejores años de sus vidas dejándose probar para obtener la franquicia codiciada de por vida y que, luego de obtenido el puesto, solían caer en depresiones horrorosas que les duraban la vida entera por tener que pasarse la vida, de por vida, haciéndolos funcionar. Otros, en cambio, eran ilegales. Sí, y también estos eran muy variados, aunque en el fondo todos venían a consistir en algún tipo de  perforación prohibida de los sistemas conductores y de almacenamiento de los néctares, en forma y sitio conveniente tal que hicieran brotar en chorro y de repente lo que en la mayoría de los legales tardaba una eternidad en ser obtenido. Entre estos estaban, desde luego, los que más simpatías me producen a mí. Porque juegan con el riesgo de forma más romántica. Aunque no todos, porque, si a primera vista puede parecer que hay declarada una lucha a muerte de la parte de  los esbirros de la clase oficial para erradicar los piratas, si se fija uno bien puede verse muy claro, como lo vi yo aquel día limpiando los cubiertos, cómo, en realidad, los más productivos nódulos del Hampa, están íntimamente relacionados con los más sagrados de los de la Administración, y viceversa. Y no cabía ningún tipo de duda, porque lo estaba viendo como si lo viera, de que los más chachis, para los que vivían de ellos, eran este tipo de híbrido perfecto, que además de producir las delicias, en mayor cantidad y en menos tiempo, utilizando atajos protegidos por la ley, eran sin duda los que movían las porquerías más espesas a cristalizar puramente en los productos más considerados. También se me mostró que el Sistema tenía curiosas paradojas, como que en muchos de estos laboratorios, igual del tipo que fueran, el chorro de néctar producido era tan grande como una catarata sin darle al propietario, sin embargo, nada más que dolores de cabeza y amarguras y, en cambio, otros que no producían casi ni lo necesario para su subsistencia tenían a los que se dedicaban a ellos como esclavos en un estado de éxtasis tal que casi levitaban de júbilo gozoso. Y había muchos más de los que en principio podía uno pensar que, habiendo sido levantados con el sudor de un ahínco febril, cumpliendo con tenacidad el ideal imposible de un sueño inalcanzable, se convertían para sus autores, nada más realizarse, sin dejarles ya nunca la mínima posibilidad de escapatoria, en horribles calabozos que uno nunca hubiera podido imaginar sino en el Infierno. Y lo que más me asombraba según iba viendo la película, era que por lo general, la mayoría de los bichitos de la currela, vivían los nódulos esos en los que pasaban la práctica totalidad de sus tristes vidas hasta como una condena insufrible que les quitaba la mismas ganas de vivir la vida que creían estar mejorando pasándosela en ellos. Nodular era para ellos sinónimo del más fino tipo de cruel tortura. Y sólo conseguían sobrevivir soñando con disfrutar unos espacios pequeñísimos de tiempo, que llamaban vacaciones o fines de semana y que la mayoría dedicaba a ir masivamente a sustentar, obligando a la creación de más nódulos que se encargaran de hacer posible ese movimiento  masivo, los infinitos nódulos que se estructuraban para eso, sobre todo en zonas de playa o de montaña o de interés histórico o artístico, o consagradas con algún otro tipo de adjetivo atrayente por la publicidad, que es un nódulo de nódulos donde los haya, y en ir a santificar las catedrales del consumo, que en realidad son los nódulos de todos los nódulos, para empeñarse con tarjetas de crédito en tener que seguir hundiéndose más y más en la condena particular del tener que nodular de cada uno.

     Todo era un fino disparate que se complicaba en contorsiones inimaginables. Pude ver, por ejemplo, cómo muchos se volvían majaretas por no salir de esta locura y que por eso había montada toda una estructura nodular, súper valoradísima, que se encargaba de tratar los daños sicofísicos que este drama producía. Con terapias basadas en el uso de drogas producidas en la potente red de nódulos legales que se habían creado para ello. La industria del curar, que sin ningún lugar a dudas me fue quedando claro que es, con la de matar, los dos neg-ocios más prósperos y protegidos que existen desde siempre.  Por último la visión acabó ofreciéndome una traca final de flasazos que fueron explotando ante mi geta pintando un cuadro de colores infinitos a la vez terrorífico y clarificador, porque venía a iluminar cómo al final el contrasentido estaba tan retorcido por contrasentidos surrealistas que no sólo ocurrían cosas como que hasta buena parte de los propios terapeutas acabaran teniendo que ser terapeutizados, desequilibrados por el ejercicio de su terapeutización, sino que, a pesar de todo, había entre todos los factores de esta inmensa insensatez, una amplia base de adeptos contentos y felices, nodulando y nodulizando y volviendo a nodular, tan dichosos, que no cabía duda de que era para eso para lo que habían venido a Aquí, y la parte, mucho más numerosa, que no llegaba a conseguir sentir esa felicidad tan completa de verdad hacía como si así fuera, o fuese, sin permitir dejar llegar a duda a su consciente, y desde luego, prácticamente todos, estaban conclavados en que nodular era cosa imprescindible para ser como hacía falta.

No. Enseguida tuve claro que no era ese mi caso. Debí quedarme un rato como lelo, impresionado, con el trapo parado a medio limpiar un tenedor cuando se acabó el resplandor del último flash. Pero enseguida lo supe. No. Yo no quería pringar en ese mojo para nada. Y me lo repetí varias veces como una verdad clave que no tenía que ser olvidada: No nodules jamás mientras puedas escaparte de negar tu ocio ni de coña, porque estarás haciendo el gili como ahora. Y desde entonces lo tengo muy clarito. Pero siempre hay coros de voces por ahí que quieren confundir tu clarividencia con un, clarooo, tú eres muy listo, tú te crees que eres diferente, pues Esto es así y aquí estamos todos, a ver si te crees que a los demás nos gusta, pero es lo que hay y Esto es esto. O lo de los que encima son  gilipollas: Sí, es una leche, pero es necesario, hay que cooperar, todos tenemos que hacerlo, vivimos en sociedad... el bien común...  (cuidado con estos que suelen ser de los más hábiles para escurrir el bulto dejándole los nódulos más pringosos a su propia madre si hace falta). Y a veces, oye, me hacen hasta dudar antes de gritar enseguida otra vez con más ganas que no ¡Que no y que no! Noooo. Anda y que os den por culo. Eso no es verdad. Para empezar hay muchos que no tienen ni que plantearse el problema porque nacen, o siendo propietarios de un montón de nódulos de esos o con el néctar suficiente en propiedad hereditaria como para no tener que preocuparse ni de pensar en que existe nodular siquiera, y son los que van montados en el Carro y los que dirigen el Tiro del cotarro. Y también está muy claro, basta con mirar el panorama, que los que de verdad están considerados socialmente son los que se lo montan de no dar un palo al agua en sitio ninguno por muy bueno que sea, jamás. Y todo está montado además para que sea necesario hincar el callo cada vez más en beneficio precisamente de ellos. El mito que se adora es, el del que pone a otros a nodular en lo suyo o encuentra grifos fáciles que le den lo que quieran con sólo abrir la espita. Y no me vengáis con que esos son los menos, porque os tendré que decir que el mal de muchos, no solo no puede seros nunca un buen consuelo por más que os empeñéis en ser así de tontos, sino que en ningún tipo de matemática vital se puede emplear como denominador común sin matar la incógnita alegre de inmediato. Dejando indespejada para siempre, encima, su resolución.

Por eso siempre prefirió mi alma los que saben reventar las tuberías frente a los que chupan la gotilla del frasco de carrasco como corderitos. Como corderitos o como otros muchos tipos de animalitos. Porque los hay que parecen garrapatas, fieras sanguinarias, herbívoros paquidérmicos, sanguijuelas, perritos falderos, o de circo...  Los hay que son unos águilas y otros que vuelan como los vampiros. Están los que huelen a aburridos pringaos desde lejos y los que refulgen con el deslumbrante brillo de los verdaderos magos. Algunos son auténticas santas teresitas. Otros parecen hongos saprofitos. Los hay hormiguitas. Y los ferreteros, no sé si será por por la forma tenaz de sacarle provecho a necesidades nimias, o porque aunque engordan chupando, pertinaces y absortos en lograr la gotita, nunca llegan a ser demasiado grandes, o porque la mayoría chupan juntitos en grupitos sedentarios de tipo familiar perseverante, trasmitiendo a su cresa la técnica sutil de su implacable forma de de succión, o por lo que sea, se me antojó a mi ayer y de repente, que a lo que más se me parecían era a los pulgones. Mejor si en chiquitito. Y Por eso lo de pulgoncitos.

 epílogo