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 TRIBUTO

 

 

 

 

 

Un acontecimiento frecuente: Me llega un recibo del Fisco. Esta vez pidiéndome el tributo anual por el derecho a circular con mi coche por las tierras del feudo municipal.

 

Una acción mecánica: Abro el recibo.

 

Un vuelco al corazón: ¡Tengo que Pagar exactamente el doble que el año anterior! ¿Por qué? Ni lo dicen.

 

Un sentimiento espontáneo: Me cago en los muertos de quien corresponda.

 

Una decisión inmediata: ¡Cómo es posible! Voy a enterarme, no sé, a preguntar... ¡Por qué, por qué, por qué, por qué! ¡Un cien por cien de subida! ¿Podrá ser una equivocación? Tengo que quejarme, pedir explicaciones, hacer algo. A lo mejor es una equivocación, cómo va a ser... Pero seguro que será.

 

Una acción primaria: Voy arriba donde tengo los recibos de otros años a comprobar... Efectivamente, de pagar seis mil, paso a doce ¡Pero esto qué es!

 

Una sensación muy clara: De robo, de abuso, de asalto a mano armada (nunca mejor dicho).

 

Una duda autopiadosa: No puede ser, esto debe ser una equivocación. Seguro que... Se habría comentado... Habría habido algún tipo de revuelo en los telediarios... Será un error.

 

Una intuición realista: No. Esto es así. Ya verás. Se lo han hecho de subirlo por la cara. Y algo me dice que ha sido rebajando los baremos del caballaje.

 

Un cabreo: De cojones.

 

Una decisión firme: protestar y enterarme bien antes de pagar. Pero, dónde. Joder, el sitio más cercano está a una hora de coche, y llamar por teléfono es aumentar el gasto engordando a Telefónica. Lo que faltaba.

 

Un temor: que de nada valga la decisión anterior.

Una angustia interior.

Una angustia insostenible.

Un grito impotente: ¡Ahhhhhhhhh!

 

Una solución transitoria: La del avestruz. Pasar del tema. Dejar el recibo y pasar del tema. Bastantes problemas tengo hoy. Esconder la cabeza en el agujero. Total hay tiempo. Hay casi dos meses de plazo para pagar. Ya veré. Ya me enteraré. Es posible que sea un error. Ya veré. Protestaré. Ya se verá. Pasando.

 

Un pesar intermitente: De vez en cuando, cada vez que veo el recibo encima del mueble, cada vez que me acuerdo, me cae encima. Lo soluciono con la solución transitoria. Pasando. Pero no es solución. Lo medito. Lo comento con la gente de mi alrededor que tiene coche. Nadie sabe. Nadie parece haberse dado cuenta. Sus coches parecen tener menos caballaje de esos de los güevos y su subida es menor y... ¡Pero si el mío es una puta tartana de casi veinte años de viejo! ¿Cómo es posible...? Que pregunte, que proteste, que me informe, que desde luego no parece una cosa normal, vienen a convenir todos, pero  mirándome un poco como diciendo que tampoco es para ponerme así. Claro, de un lado nadie de los preguntados está tan en la miseria como yo, de otro, yo seré hipercrítico pero a veces pienso que la mayoría del rebaño son hipertontos. Da igual. Qué se le va a hacer. A lo mejor es una equivocación y se soluciona y me estoy chupando una angustia tontamente. Lo dejo. Pasando. A ratos, a días, me olvido del pesar y a ratos el pesar me pesa sin poder ser olvidado.

 

 

Una acción: Inútil, me dice la intuición realista. Días más tarde. Aprovechando el paso por el pueblo en el que está la oficina de la Agencia Tributaria voy, a ver qué pasa. Tardo en encontrarla. No es un gran edificio, como había pensado, es sencillamente una puerta anodina en una pared anodina de un bajo anodino pintada de un gris, quizás verde o azul o algo así pero gris, anodino, de un anodino edificio de viviendas en una calle anodina. Nada de ventanas, nada de inscripciones, nada de otra cosa en la pared anodina que la puerta en un extremo del trozo pintado del anodino color. Si hay placa indicativa debe ser muy pequeña o yo no la veo porque me quedo dudando enfrente mismo de la pared y la puerta sin acabar de creer las indicaciones que me da el transeúnte al que he preguntado.

-Sí, sí. Ahí, ahí es- asegura el transeúnte parado un poco más allá para indicarme.

-¿Aquí?- pregunto yo incrédulo y buscando una placa o algo.

-Ahí, ahí. Entre usted y verá.

 

Entro. El habitáculo es cuadrangular, vacío, no sé si en realidad es así, pero ahora mismo recuerdo las paredes desnudas, pintadas en un tono oscuro del tipo anodino de la pared de la fachada. Una luz tenue y artificial. No es muy grande pero todo el espacio esta libre para acoger un máximo de vasallos paganos. Me hace pensar en un cajero automático. Aunque este no es expendedor sino vampírico, y tampoco es automático porque al fondo está el espacio acristalado donde está encerrada la funcionaria de turno. Sentada, aburrida, inactiva. Frente al consabido monitor. En los escasos pasos que doy para llegar hasta la ventanilla de la urna acristalada pienso muchas cosas. La mente es más rápida que los pies. Una es una asociación de imágenes que se me viene a la cabeza. La de un reptil, una especie de iguana que vi en el museo de Ciencias Naturales de Ginebra, ya ves tú, que estaba encerrada también en una urna hermética de cristal a la que se suministraba oxígeno y luz y temperatura ideal por medios artificiales, y la de la funcionaria a la que me dirijo. En mi mente se asocian e interponen las dos imágenes queriendo decir algo. La de la iguana, la de la funcionaria, la de la iguana, la de la funcionaria. Las dos son seres atemperados, encerrados, tristes, agobiados por sus jaulas trasparentes. Recuerdo que me impactó, la iguana de Ginebra. Estaba en un rincón de la urna y tenía la mirada perdida, pasaba totalmente de quien llegara y sólo tenía una obsesión: rascar la pared de vidrio con una pata. Había rascado tanto que ya empezaba a horadar la dura superficie. Rascaba sin parar, sin pensar, como sin fuerzas, con un ritmo lento monótono y monomaníaco. Ras... ras... ras... ras... Dicen que la paciencia de los reptiles es tal que, unida a su longevidad, siempre logran escapar. La funcionaria en cambio, pienso mientras doy los escasos pasos que me acercan a ella, no es tan longeva, y tampoco araña el cristal de su encierro. Es más, ha luchado por él, se lo ha ganado a pulso. Ha pasado larguísimas horas preparando oposiciones, ha gastado muchísimo dinero en la red de academias dispuestas al efecto, para lograr pasar un tercio de su corta vida encerrada en esa urna. Y qué alegría se llevó cuando, ¡por fin!, aprobó y se ganó la plaza fija de su encierro eterno. La veo dando saltos. Veo la fiesta, las celebraciones, mientras avanzo hacia ella, oigo los huy mi niña qué lista es de la madre y todas las demás felicitaciones, no exentas de envidia, de su entorno. Sin embargo, cuando he entrado, la primera visión que he tenido de ella en su expositor ha sido la de un ser que tenía el alma ausente y el espíritu perdido fuera del encierro de su cuerpo, como la iguana. Pero ella, en vez de utilizar sus uñas para desgastar el cristal, se las estaba comiendo en un gesto que era la propia imagen del reconcomio inconsciente. En cuanto advirtió mi presencia dejó de hacerlo con sobresalto, se remeneó en su asiento y acercó sin pensar sus manos al teclado del ordenador, como preparándose a tecletearlo, pero su alma y su espíritu siguieron en cierto modo por ahí, perdidos, y no vi que volvieran en todo el tiempo que duró nuestro contacto. Se notaba en su mirada hueca y sus ojos vacuos. En eso era idéntica a la iguana de Ginebra.

-Mire, ¿es aquí donde se gestiona lo del impuesto de circulación?- pregunto más suave que un guante cuando llego a la vitrina del terrario acercando el morro al artilugio circular que está por encima de la ranura por donde se supone que hay que meter los dineros, y que creo que está ahí para que el encerrado pueda oír-. Es que... he recibido el recibo y me viene con el doble que el año pasado y...

-Sí, eso es que antes lo estaban cobrando de menos y ahora lo han arreglado y lo han empezado a cobrar bien- me contesta como si fuera un contestador y hubiera repetido mil veces la misma respuesta.

-Pero...

-Sí, pero no es su coche solo, no se preocupe, son todos- concluye cortándome el pero con el tonto consuelo del mal de muchos.

-¡Pero oiga...!

Ni oiga ni ocho cuartos. La escena que sigue es, yo que me deshago en peroigas y comopuedeseres y en dóndes puedo quejarmes, con cara de por dios no me hagan esto, entre el impulso contradictorio de quemar la oficina entera o echarme a llorar allí mismo, y ella que cada vez me hace menos caso, que responde cada vez más de vez en cuando y en forma más dejada que el error era antes, que sí que desde toda la vida estaban en un error cobrando de menos, que sí que en toda la provincia, que sí que en todos los coches, con cara de importarle un bledo mi persona y mi problema y lo que yo diga o grite o chille en la perorata arrebatada que me marco frente a la ventanilla. Sus ojos cada vez más vacuos y la mirada perdida me recuerdan cada vez más a la iguana ginebrina. Ahora utiliza sus uñas para tamborilear sobre la mesa con una mano mientras mantiene la cara de poker. Ante mi insistencia en que a dónde puedo ir a quejarme, a informarme, a algo, coge en silencio y con fastidio un boli y un trocito de papel y escribe un número con mala leche y me lo suelta por la raja por dónde se meten los dineros, así como diciendo anda y que te den por culo, y cuando le pregunto que de dónde es ese teléfono me dice que de la capital, de la central o de donde coños quiera que sea y yo lo cojo y me voy a la calle con el papelito perdido en la inmensidad del bolsillo y un cabreo tan grande que no me cabe en el cuerpo. 

La escena se desdobla en dos que siguen por un tiempo interactivadas.

 

 

 

 

Escena 1: La funcionaria queda sola en su urna de cristal. Un poco más inquieta que antes de mi entrada. Al tiempo se tusa el pelo y se recoloca en el asiento de su jaula y suspira con hondo desdén para dar por terminado el desagradable encuentro. “Hog, se dice, qué gentuza, qué asco, es lo único malo que tiene este trabajo, los jodíos muertos de hambre estos, los demás tienen los pagos domiciliados en el banco. Claro que este año con la mierda esa de la subida vienen muchos a protestar...” ¡Qué culpa tendrá ella! Y además tampoco es para tanto. “Si no tienen dinero que no tengan coche, no te jode”. Sin saber por qué se siente ahogada por el escaso espacio que habita y, sobre todo, por la trasparencia del material que la encierra. Para desahogarse un poco se  encierra aún más, se levanta y se mete por la puerta que comunica al orináculo de que dispone la urna. Es tan pequeño como el de un tren. Mea.  Mientras lo hace se acaba de comer el padrastro de la uña que se había dejado a medias por mi causa. Se hace sangre. Me culpabiliza de ello y se acuerda de mi madre. El accidente le hace olvidar lo que en realidad había ido a hacer al orináculo, cambiarse la compresita devorolor de la braguita, que ya hace dos días que no se cambia, porque su sueldo no es tan grande y las letras del duplex que ya paga y aún no se ha empezado a construir son muy altas, y además, a ella, por suerte, tampoco le huele tanto el chocho, claro que tanto tiempo encerrada en un sitio tan pequeño... Lo olvida totalmente a causa de la heridita y se sube las bragas deprisa con la compresita vieja y se lava el dedito en el grifo y se pone luego un poquito de colonia para que no se infecte, con cuidado de no gastar mucho, que es Eau d’edén y es más caro que la hostia, ssshhh, cómo escuece. Sacude la mano, cierra el frasco, lo guarda en el bolso, y sale de nuevo a su vitrina, sacudiendo el dedito en el aire, no vayan a pillarla en abandono de trabajo y tenga problemas, que aunque aburrido mejor es ese puesto suyo que no otros, como el de su prima Paqui, la pobre, que está de cajera en el Dia y eso si que es malo, todo el día de pie y sin dejar de teclear por la mitad del sueldo que gana ella, con jornada partida y siempre con miedo de que se le acabe el contrato.  En cambio lo suyo... es para toda la vida. “Qué suerte”, se dice, sentándose contenta en la silla de su encierro, frente a la puerta de la calle y la pantalla del monitor, anda que no le tienen envidia. Claro que ella se ha sacrificado, no como la Paqui, que no ha hecho nada por conseguirse un futuro, oye. Que no veas aquél cursillo de ofimática lo duro que fue, y el otro de manejo del puto worofis de los cojones, que le costó la misma vida, total para que ahora no le valga para nada porque han metido el programa nuevo ese maldito que le trae de cabeza. “El mundo es de los que se esfuerzan”, concluye y zanja. Deja de pensar, se tusa el pelo, se pone como que un poco más tiesa en su silla y teclea algunas órdenes para sacar algunas de las pantallas, las más usuales. No sin cierto esfuerzo lo consigue. Se siente victoriosa y segura. Prueba con algunas otras más complicadas, que solo tiene que usar de tarde en tarde, quiera dios que nunca. No lo consigue. Me echa la culpa. Se pone a pensar en ellas y el nerviosismo le hace pasar a preocuparse otra vez por el olor de la compresita vieja. Está a punto de volver a cambiársela pero como sólo huele el olor a flores del perfume en el dedo que llena toda la urna se vuelve a olvidar. Se acuerda del anuncio, ¿a qué huelen las nubes?, ¿y la música? Se le viene a la cabeza una canción del Riki Martin. El Riki Martin también. Suspira. A ella le hubiera gustado ser modelo, ¡por qué no! ¡Tampoco está tan mal ella de tipo! Habría que ver a esas modelos sin el cuido tan grande que tienen ni el maquillaje... Ese si que debe ser un mundo divertido. Claro que para eso hace falta... ¡Menudo se hubiera puesto su padre si a ella se le hubiera llegado a ocurrir...! Y su novio. Antonio. Pobrecito, con lo que ella le quiere. También es funcionario pero de correos. Cartero ¿Cómo iba a poder hacer ella... lo que hace falta hacer para ser modelo... con su padre y su novio de toda la vida? Fantaseando sin querer con lo que le habría hecho falta hacer para eso, la canción del Riki y el riki en la cabeza, y el olor al perfume en la nariz, se le corre como un calambrillo por el cuerpo, pero ella no repara en ello. Qué tontería, se dice, seguro que al final no son tan felices como ella ¡Pero si lo tiene todo! Anda que no la quiere su novio. No es que sea muy guapo pero ya lo dice su madre, “con lo bonito no se come, hija”. Lo peor es que es un poco soso. Ay, qué cosas se le ocurren, con lo que ella le quiere. No es muy listo, pero ya verás como con el tiempo pasa a jefe de servicio. Por lo menos. Como Ricardo, su jefe de ella, que además se parece al Riki y está buenísimo. Guapo, seductor y con éxito. Menudo sueldo tiene. Quién le pillara. Y el tío le está todo el rato tirando los tejos, que bien claro está. Claro que ese no quiere nada más que lo que quiere, y ella no es tonta. Y además, ella tiene su novio, oye, y están pagando las letras del duplex y de aquí a dos años se lo darán y se casarán y, en cuanto que Antonio ascienda, ella se quedará embarazada y pedirá una excedencia. “Y si no no la pido, que tampoco está tan mal mi trabajo. Agobia un poco estar aquí encerrada, pero bueno. La verdad es que quitando los períodos críticos de recaudación... y algún que otro gilipollas como el que se acaba de ir... Aunque me la sudan a mí los gilipollas, ya ves. Peor son otros puestos que hay que estar todo el rato dándole al maldito ordenador, con lo mal que a mi se me da. No, yo paso de ascender y eso. Que ascienda mi Antonio. Yo me tendré que dedicar a los niños, que es lo suyo. Mi Antonio quiere dos”. Y en el aburrimiento de su encierro mezcla la mezcla confusa de pensares en su futuro determinado y en su vocación frustrada de modelo sin determinar y se va evadiendo. Se va a alguna parte de un mundo meníngeo donde todo es posible y encaja, Riki canta, los niños que tendrá, y que se parecerán a ella, juegan a sus pies en el salón chimenea del duplex mientras ella mira en la tele los programas de corazón sentada en el tresillo negro de cuero que pondrá, por un instante su jefe  aparece en el devaneo que la evade y le hace tilín con el cargo tan brillante de paquete y de jefe que tiene, pero bah, ese ya se sabe, su Antonio en cambio..., ahhhh qué pena, no ser modelo, se dice mirando al niño a sus pies, aunque tiene que ser duro eso. Y pensando en lo duro que eso tiene que ser, sin querer, mirando hacia la puerta para asegurarse bien de que no la van a volver a pillar, se pone otra vez a morderse los padrastros de las uñas, con abstracta fruición pero con cuidado de no volver a hacerse sangre. Y a cada mordisquito se le va el alma más lejos pensando al tiempo en que rueda una película de amor con Antonio Banderas, que riega el jardincito de la entrada del duplex con una manguera verde, que la entrevistan en la televisión mientras se dirige a coger un avión en el aeropuerto y ella se enfada, que regaña a los niños futuros como le regañaba su madre a ella, que amuebla el duplex con los  detallitos que ha coleccionando en el ajuar, que su jefe no fuera a lo que va yendo a lo que iba, que le dice el sí a su Antonio en el altar mayor de la iglesia más grande de la ciudad, el viaje de luna de miel... al Caribe... con el Banderas en el papel de novio..., y su Antonio regando el jardín y ella haciendo la comida. Si su Antonio fuera su jefe ella no tendría que hacer comida y mientras la chacha la hacía ella lee en el sofá de cuero revistas del corazón, ¿qué hora será?, ya debe faltar poco para salir, a ver si llega ya el sábado, por lo menos el viernes, el viernes ya se pasa rápido, ahhh,  suspira. Y mientras su cuerpo se devora las uñas tras el cristal, ella se narcotiza con ese mundo virtual donde todo  pasa según sus deseos pero sin pena ni gloria.

 

 

 

 

 

Escena 2. Yo, que salgo a la calle disparado como si me hubieran puesto una inyección de vinagre. “¿Será posible? ¿Será posible? ¡Ya lo sabía yo! Se lo han hecho de bajar los baremos. Por el morro. Claro, en vez de subir la cuota bajan los baremos. Por qué no. Así no influye en la estadística esa del coste de la vida, que siempre da el cero coma cero uno o dos por ciento. Que llevaban toda la vida equivocados, dice ¡Pero, tendrán morro!”.  El ácido de la tributinona que me acaban de meter me tensa todo el cuerpo, me aprieta las mandíbulas y me hace apretar el paso. Las tiendas y los transeúntes pasan a mi lado como si fueran elementos de un video juego, uno de esos en los que se simula un coche conduciendo a toda leche. Las ideas, las visiones se agolpan en mi mente. La rabia en mi hígado. La mala leche en mi estómago. Por los ojos echo fuego y humo por las orejas. “¡Me cago en Dios y en los muertos de quien corresponda!”, me sale sin parar por entre los dientes prietos de la ira. “Y que no pueda hacer uno nada. ¡Joderse nada más puede hacer uno!”. La mañana maravillosa de primavera se me ha jodido y no veo la luz clara y tibia ni veo el azul eléctrico de las jacarandas ni huelo el perfume del azahar ni oigo el canto de los pájaros ni nada que no sea una furia negra. “¿Y la tía esa, ahí metida? No sabe, no contesta, no tiene facultad. El tente tieso perfecto. El airbag del sistema. Y la mano que pilla. Ella es una mandada. No te jode, pues si no estuviera ella no habría sistema. Si no hubiera recaudadores no habría tributo. Sin carceleros no habría cárceles. Sin esbirros no habría poder. Sin jueces no habría institucionalización de la injusticia ¿Que entonces sería peor? A ver, ¿qué sería peor, en qué sería peor, por qué tendría que ser peor? ¡Sería como siempre, depende de dónde te tocara estar, de quién te tocara ser, de las cartas que te cayeran en el juego, como siempre, no te jode! ¿Y por qué no podría ser mejor? Yo sólo sé que sin soldados, nótese que no digo generales, no habría guerra”. Me echo el mitin mientras recorro las calles camino de mi coche echando chispas. “Pues anda que esto está bonito. Claro, si tienes pelas  claro que debe estar esto bonito. Si tienes pelas y no tienes vergüenza esto debe estar de puta madre. Ya te digo. To pa ti. O si eres tonto, como ha dicho el filósofo ese... ¡ah, coño, hay que ver cómo me falla la memoria! Da igual, como se llame, ser feliz consiste es ser tonto y tener trabajo, dijo. Y desde luego, ha dado en el clavo. Eso es exactamente. Como la tía esa ahí encerrada. Y toda su clase... reptilaria. Sí, reptilaria. No sé qué se me antoja que tiene toda esa clase de reptilaria. Será por el parecido con la iguana de Ginebra. Dios mío, solo de pensar verme ahí encajonado se me pone la carne de gallina. Y ellos en cambio... Sí, seguramente, serán hasta felices. Porque como encima no lo sean... después de pasarse la vida opositando, escornándose, pegándose dentelladas a matar los unos a los otros, para conseguir la plaza en la cajita de cristal... ¡Dios mío, qué vida esta! ¡Qué vida esta! Y tal parece que no hay otra. Total, que a pagar, ya está visto. Por si era poca la ruina, doce taleguitos más. Jódete. Que el Estado lo necesita para hacer sus cosas, seguir creciendo y quitarnos más ¡Ahhhh! ¡Me va a dar algo me va a dar algo me va a dar algo! ¡Me va a dar algooooo!”. A punto de explotar en medio de la calle me encuentro con un kioskillo de ciegos. Otro enjaulado, me digo. Me voy hacia él automáticamente sacando el dinero del bolsillo. El kiosko parece una pajarera, una de esas neobarrocas del principio de siglo, pero esta en peuvecé. Le compro un numerito. Cualquiera, da igual, le digo. Los ojos perdidos del ciego me recuerdan la mirada de iguana de la funcionaria, pero estos a pesar de carecer de función parecen que me hagan más caso. Observo sus manos. Un toquecito y ya sabe que son las monedas correctas. Me desea suerte, le digo gracias. Sigo, andando por la calle propulsado por la rabia. Medito sobre el papel del papel numerado que llevo ahora en el bolsillo. Un papel narcótico. La posibilidad de ser rico. Si no fuera por él a lo mejor hasta habría saltado ya la revolución colectiva. O el revuelo general, o el mosqueo profundo, o algo. Un papel estabilizador, en cualquier caso, el del papelito. En realidad el papel estabilizador existe incluso sin el papelito numerado; si existe el derecho a ser rico cabe la suerte de poder llegar a serlo. Seguramente la imposibilidad de esa ilusión debió ser la causa del fin del socialismo. Tendría que pensar más sobre esto. Unas esquinas más abajo hay una primivitería. Un local de Apuestas del Estado. Apuestas del Estado. Tiene gracia. Menudo chollo. Al tiempo que se narcotiza se llenan las arcas ¿Te imaginas que los ordenadores de esta institución, en vez de andar para adelante estén andando para atrás? Alguna vez lo tengo pensado. Claro que sería como jugar a matar la gallina de los huevos de oro, pero dada la probada ansia mangatoria de todo el que tiene algo que mangar... ¡Mangoneo en el sorteo de la Primitiva! Ese sí que sería un titular con impacto y no lo de las guerras y todas esas historias que no conmueven ni a Dios, me digo mientras entro, cojo un boleto, relleno una apuesta, me dirijo a la ventanilla y saco la pela para pagar. El parecido del local con el de la Agencia Tributaria es asombroso. Normal, misma función, misma cosa. Objetivo pillaje. Allí por las fuerzas de las armas y aquí por la seducción del juego. Mismo espacio vacío para dar cabida máxima, misma vitrina, misma ventanilla, mismo ser prisionero dentro. Este en concreto es un tío. Tiene una pinta vulgar, la terminal de ordenador esta totalmente adaptada para su función específica de manera que no haga falta tener muchas neuronas para manejarla, pero se me antoja menos tonto que la funcionaria.  De entrada, este mira. Echa miraditas furtivas y rápidas en las que recoge material que luego rumia mientras gestiona el envío y cobra, con una sonrisa enigmática parecida a la Gioconda. Me digo que el muy cabrón se dedica a analizar la galería de personajes que se dirigen a su altar a entregar el exvoto de su plegaria. Porque algo tiene este acto de religioso, en el fondo de los fondos, de genuflexión ante la suerte, de caricia a la esperanza, de invocación al Dios de los dineros. Y el tío lo sabe y se entretiene en retratar los gestos particulares de la fe de cada penitente. Del mismo modo que un monaguillo perspicaz podría filmar las expresiones idas y las lenguas sacadas de los comulgantes católicos al ponerles debajo la patena en el momento de comulgar. Qué hijo puta. Me pongo en su lugar, me veo con sus ojos, y me entra un pudor fino y lejano que me produce un corte tontamente embarazoso. Pago, recojo el resguardo y salgo echando hostias con el consagrado papel en el bolsillo.  “Hala, ya está, ya he cotizao al fisco.  Qué bien montado está todo. Por todas partes se recauda. Cuando no por obligación, por devoción. Y si se protesta, ya sabes, que se estaban equivocando ¡Pero cómo se puede ser...! ¡Ved ahí! ¡Ved ahí, cómo está montado...! !La impersonalidad hecha instrumento devorador! Porque... digo yo, ¿dónde esta el subnormal inútil que se ha estado equivocando durante años, para pedirle cuentas, o el cerdo con alas que ha decidido cobrarme el doble, para cagarme en su puta madre? Da lo mismo. No existe. Ahí no hay a quien recurrir, a quién pedir cuentas, a quien decirle me cago en tu puta madre. Es así de triste. El vampiro impersonal. No hay motor al que arrancarle una bujía. Es como la Tendencia, esa que me hablaba Sophie del mundo de la moda, que entre todos la criaron y ella sola apareció.  Joder, cómo está de bonita la jacaranda esa”. El azul eléctrico de las jacarandas florecidas a lo largo de la calle me llena la atención, me borra la rabia y me cambia de pronto la película. Me trae la luz clara y tibia de mayo a los ojos, los olores primaverales a la nariz, la alegría de vivir al cuerpo ¡La vida! En alguna parte fuera de esa trama de reptiles enjaulados existe la vida. En la Jacaranda esa por ejemplo, mírala, me digo. El entorno se para, deja de ser un elemento de video juego de esos que simulan un coche corriendo a todo meter y toma su velocidad normal. Las señoras de compras, los jóvenes en grupo, la gente. Un perro vagabundo casi se me mete entre las piernas, se tumba al sol al lado del tronco de un árbol y se pone a rascarse las pulgas de la oreja. He entrado en un mercadillo callejero. Ralentizo más el paso. Ropas, chándales, perolas, calcetines, sartenes, utensilios, plantas de plástico, y un gitano. De pronto he llegado ante un gitano maduro, renegrío, vestido con un chándal percudido, que tiene a sus pies  una sola caja con nísperos. Miro su amarillo contenido y basta para que entable relación. “Mia que güenoh zon, a treinta duroh er kilo que te loh viá poné”. No es que me gusten mucho los nísperos, pero veo reflejada la energía de la jacaranda en el gitano de pie con su caja de nísperos, seguramente afanados, sin duda el único vendedor sin nif ni naf del mercado. Le digo que me ponga un kilo, bien buenos, añado por humanizar más la relación. Y él saca una bolsita de su bolsita de bolsitas de plástico y se pone a llenarla. Representa su papel de vendedor con todo el cuerpo, como si le estuvieran filmando en un casting. Le alimenta más la posibilidad de representar su papel que los dos o tres talegos que se gane suponiendo que logre vender la caja entera. Un actor genial. No se le escapa un solo tic de la profesión. Pesa la bolsa en la balanza de cocina que tiene sobre otra caja vacía. Suspende varias veces el peso de la bolsa sobre el platillo del peso como para comunicar más fidelidad al fiel de la balanza, valora, echa un níspero más, vuelve a valorar, saca dos y me entrega la bolsa. “Tenga, compadre, me dice satisfecho de su actuación, bien pesaíco que va.” No tengo suelto, le pago con mil pelas. No tiene cambio, se siente pillado en falta pero rápido lo soluciona yendo a pedirle a su primo, otro gitano que tiene un tenderete de ropa al lado. En un plis plas, solucionado. Sigo mi trayecto. Atravieso un descampado convertido en aparcamiento. Tres yonkis baboseantes compiten entre sí y con mala leche en joder la existencia a los que llegan a aparcar ejerciendo de aparcas. No sé en qué les encuentro parecido con el fisco. El fisco. La funcionaria lagarto. De nuevo la angustia se me instala en el alma.

 

Una meditación trascendental: “Pueblo: si quieres ser rebaño soporta los pastores y los perros.” (Creo que es de Aristóteles).

Un grito sordo de dolor: ¡Ahhhhhgggyyyiii!

Un clamar en el desierto: ¡No quiero no quiero no quiero no quiero no quiero no quiero...!- así, tiritando de rabia hasta llegar a:

Una solución transitoria: La del avestruz. Pasar del tema. Bueno, ya está bien, bastantes problemas tengo hoy. Total hay tiempo, queda un mes y pico de plazo para pagar. Ya pensaré qué se puede hacer. Igual llamo a este teléfono. Lo mismo están equivocados. Seguro que no. Tampoco es tanto ¡Joder que no es tanto! ¡Por si era poco la ruina...! ¡Ahyyy!... Bueno, tranquilo. Qué se le va a hacer. De nada sirve... Ya veré. Ya se verá. Pasando.

enriquelopez@elbarrancario.com

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