Si quieres leer el texto en PDF, pincha aquí    
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pilin, depilins, herretins y tatús.

(sobre las hueras nueces de los ruidos  democráticos).

 

 

 

     Estábamos en la fiesta del Barranco. Para mí era la vigesimonosecuánta edición que vivía y no hubiera salido de lo más hondo de mi casa, donde aún sufría su ruido sin remedio, de no ser porque habían venido unos amigos de otro pueblo a dar una vuelta. Así que aquí nos tienes sentados en una plaza alrededor de una de esas mesas plegables de terraza de barra de fiestas, tomándonos unos pelotazos. A la izquierda tenemos un puesto de un feriante moro que vende todo tipo de chuminada inservible de chillones colorines, a la luz de unas bombillas que tiene colgadas por encima de la mercancía y que alimenta con un pequeño generador supongo que de gasolina. Me centra la atención una muñeca enorme que resalta, de pie, con el voluminoso rosa merengado de su pomposo vestido del siglo diecisiete y de la sombrilla a juego que lleva, sobre todo lo demás. De verdad es exagerada y el color tiene algo de chillona gominola de chuche y de enorme bola de algodón de azúcar. Me la veo encima de la pantalla de plasma de algún cortijero por ahí, y pienso al tiempo que sin duda estará hecha en China, y una visión aterradora se me abre en la sesera de cómo la globalización se filtra implacable por todas las rendijas usando la irremediable permeabilidad del elemento hortera. A la derecha hay más mesas y más grupos, por lo general formados por algunos de los pocos nativos que quedan en el pueblo y muchos de los que se fueron a las capitales hace ya cuarenta años y que han ido volviendo por vacaciones con sus hijos, que en muchos casos ya han criado también haciéndoles abuelos. Me digo que las fiestas que antaño fueran auténtica celebración pueblerina, con cuatro forasteros dando la nota jugando a irreverentes, son ahora una selección de clase media media de pura gran ciudad jugando a ser paletos. En mi corro seguimos bebiendo y diciendo  esas cosas que se dicen en los corros de este tipo, que reúnen a conocidos en diferentes grados que, educadamente, van compitiendo alternándose en las intervenciones en captar la atención con el chisme que más gracia pueda hacer a todos. La apariencia es divertida pero en el fondo subyace una capa fósil de aburrimiento de añeja instalación. ¡Si quieres ver un culo mira!, me dice mi colega sentado a mi lado señalándome, hacia la parte de abajo del primer grupo a la izquierda, la joya de visión que le ha puesto a reír de golpe hasta las lágrimas. Miro por supuesto de inmediato con veloz movimiento reflejo. Y el escote cular que descubro allí, perteneciente a una pava adolescente sentada de espaldas a nosotros, enmarcado en la estructura trasera de la silla plegable en que se sienta, hace saltar en mí la misma chispeante carcajada que a Domingo. Esa bendita risa espontánea e imparable que sólo surge de forma involuntaria. La propietaria, del culo, está sentada con el cuerpo muy erguido mientras habla a su corro y enseña al mundo la entera raja de sus nalgas, fuera por completo de la cinturilla del pantalón que de existir debe de estar bien por debajo de las asentaderas, totalmente ajena a nuestras risas y a cualquier cosa que no sea la parrafada que está soltando por cierto con mucha seriedad y un poco pizpireta. Las nalgas son bien protuberantes y de entre ellas surge tieso, por la parte superior de la oscura hendidura, un cordoncillo color crema que debe de ser sin duda la parte trasera de la prenda interior, que lejos de pretender tapar cosa ninguna se incrusta en la grieta insinuante, y que, antes de cerrar el circuito uniéndose al que sirve de cintura se ensancha en una especie de triangulito mínimo, de lados circulares cóncavos y superficie labrada con mínima puntilla primorosa, tan terso y estirado que se quedaba flotando en el aire encima de la raja, despegado de la piel del coxis por las fuerzas tensoras de la prenda. Como una especie de estandarte pequeñito que alguien hubiera puesto ahí, igual que se ponen esos adornillos de papel en las copas de los cócteles, que suelen ser en forma de paragüitas chinos de papel, seguramente hechos  también madein Taiwan como las bragas, y que fue, yo creo, lo que sirvió de detonante de la bendita risa.

     Llegados a este punto de la narración tengo que decir, para que no pueda quedar lugar a equívocos morales, que yo soy de los que se cagan en todo lo sagrado de la puta Humanidad cada vez que me veo obligado a tener que bañarme vestido con un bañador por causa de la mojigatería de una sociedad absurda que así lo ha impuesto como regla de no sé que tipo de imbecilidad que ellos llaman decoro. Y que soy de los que piensan que cada cual tiene que tener el derecho inalienable a hacer de su culo un pandero si es que se le antoja. Y por lo tanto, oye, a enseñarlo al mundo entero,  cuando quiera, así sin más o apuntillado con un banderín bordado si lo quiere. Y por lo tanto, al tiempo que la escena me hace saltar las lagrimas de regocijante risa y dejo que esa corriente de gusto me cale hasta los huesos con la carcajada, corren por mi mente balances objetivos de los cambios de costumbres de las fiestas barrancarias en el tiempo. Aquellas de antaño, en las que ya el hecho de bailar tres pasodobles con el mismo significaba que había noviazgo o era puta. Y estas de ahora en las que la nena enseña el culo con toda naturalidad, abalada por la incontestabilidad de la moda del Springfield, por cierto sentada a una mesa que es de la derecha más activa del Barranco. Mañana irá a la misa del Santo Patrón, oficiada por un cura de la rama más dura del opus, acompañando a la abuela que le quede por aquí, a cumplir con el rito pueblerino de la santa tradición, con ese mismo pantalón y esa misma braga y puede hasta que vaya a comulgar y enseñe su trasera de rodillas mientras saca la lengua y recibe la hostia con las manos pegadas por las palmas, como ha visto en el video pirateado de Camino. Y con un par de condones en el bolsillo por para cuando le hagan falta. Sin que ni dios se extrañe ni pase, por supuesto, nada. Y el cambio que observo en las costumbres me produce un regocijo parecido al de la risa. Siguiendo este juego de comparaciones salto a fijarme en el cambio habido en el mundo del moro. Entre este del puesto al otro lado del culo, que hace ya muchos años que viene, y aquellos que llegaron por primera vez al pueblo, un día de fiesta como este, de los que escribí en un cuento que titulé Taxiarmería. Porque todos los moros de entonces, de que echaban pie a tierra de la barca (todavía no existía el termino patera), subían por los cerros como perdigones cagando leches preguntando por un taxi a Almería a cualquier campesino que estuviera cogiendo almendras en el campo. Taxiarmería, taxiarmería, recuerdo que contaban que decían los que se habían encontrado alguna vez con ellos, y que fueron los protagonistas de la noche de aquella fiesta del cuento porque alguien había avistado a varios, al anochecer, en la fuente de las afueras, haciendo, como explicaban con palabras y con gestos los niños que los vieron, como hacíamos nosotros en el baile con Paquito el Chocolatero cuando al son de la banda se pone colectivamente el culo en pompa y se grita ¡eh!,¡eh!,eh!. ¡Ay dioh mío!, ¡huy, zeñó!, se estremecían las comadres temblando en el temor uterino que la noticia les provocaba. Recuerdo que, la intranquilidad fue tal que abocaron al municipal a que saliera a buscarlos donde quiera que estuvieren. Y él muy a su pesar se vio obligado a montarse en su flamante coche patrulla, que era también entonces una nueva novedad, e ir tras ellos. Solo ante el peligro. No sé si con más miedo que vergüenza o con raciones iguales de ambos sentimientos por igual, pero sí recuerdo que lo hizo llevando todo el rato la luz giratoria de encima del capó convenientemente encendida para avisar de su presencia desde lejos y minimizar la posibilidad indeseada de verse metido de hecho en un encuentro casual y fortuito en medio de las sombras. A la vuelta de la patrulla fue el héroe de la noche y entre copa y copa y pasodoble y pasodoble, la gente no paró de preguntarle, para rendirle su admiración y reconocimiento, y, él, de recontar cómo aunque no había encontrado nada había hecho todo lo posible por hacerlo, con la satisfacción que da el deber cumplido y el trago ya pasado. Ahora los moros siguen cruzando el mar en las pateras y llegan igual de escopetaos, pero en mayor número y con todas las tecnologías de gepeeses y telefonía móvil de última generación, los ahogamientos no son ya noticia y los pueblos de las playas están llenos de tiendas halal y africanos por las calles. Y el municipal aquél que los buscaba, qué mente calenturienta podría haberlo imaginado entonces, se ha casado hace unos meses con un subsahariano que no veas. En el salón de ceremonias de la Diputación y con el uniforme de gala de la institución que representa.

Y constatar el cambio vuelve a llenarme de ese regocijo rico que trascurre por el cuerpo como un cosquilleo electrizante y que te pone bien. Pero...

...Sin embargo. Como dice la canción del viejo julio iglesias, al final... la realidad... es que la vida sigue igual. Porque, al igual que pasa con el aire divertido de mi corro, son más las apariencias que los verdaderos cambios. Cómo lo explicaría yo. Te lo cuento con un par de ejemplos malos.

     Lo de la nena enseñando tan alegremente el culo no quiere decir en absoluto que sea más nada. Ni más lanzada, ni más rompedora, ni más moderna, ni más progresista, ni más tolerante ni más libre ni más nada. Es más, lo más posible es que acabe siendo una abundia, con perfil en Facebook, que sólo resulte más en vulgar conservadurismo de las cosas que menos habría que conservar. Su exhibición cular es sólo pura moda, que ahora es el valor social más incuestionable que haber pueda. Como lo del depilin que tiene a la mitad de los tíos pelándose las patas y los pechos, o lo del herretin, que está dejando a muy pocos sin anillar. A mí, los que se los ponen en los morros, me recuerdan siempre a las argollas de pinza que ponía mi padre a las vacas en los hocicos, y que el llamaba herretes, para tenerlas atadas de ellos al pesebre. Decía que así se estaban más quietas. Se hacen piercings en nariz, ceja, labio, lengua, pezón, ombligo y sexo. Decía un cartelito en una tienda de tatús que vi en una calle de un pueblo grande el otro día. No, no es ahora lo de tatuarse igual que antes, orgullosa marca de carne carcelaria, signo romántico de gloriosas aventuras, amor de marinero o guiño de algún tipo particular de inconformismo llevado en el alma y grabado en la piel una noche de exótica narcosis en un puerto lejano y oriental. Para nada. Hoy estas cosas, de significar algo, hablan más bien de un tipo de código de barras de producto corriente de estantería de mercado, de anillaje de animal perplejo controlado en nacional parque temático, de marca de ganado que por fin está contento de ostentar el hierro de algún tipo de selecta ganadería de rebaño. Y al final pueden pasar cosas como que vayas a bañarte al lado de la tía del culo al aire, y se te acabe escandalizando porque no te hayas puesto el bañador.

     Y en cuanto a lo de la morería... Sí, claro, ya no dan el susto que daban en aquel entonces. Y este de ahora ya no hace lo de paquito chocolatero con la espalda aún mojada porque no ha venido jalando monte arriba sino con su flugoneta vendiendo chuminadas chinas legalmente, y hace tiempo que ha perdido por completo el habito tonto de rezar que traía. Pero la integración no es cierta y aunque todos dicen que el racismo aquí no existe, abunda engorda y corre como rata por alcantarilla. E igual que la penalización de la inmigración da, cada vez más, cierto tipo de votos cuanto más duras sean las medidas prometidas, es muy posible que los hijos españoles del moro sin rollos religiosos vuelvan a rezar con ansias integristas. Incluso, es un poner, por poder ocurrir ocurrir pudiera que hasta el subsahariano del municipal, que ahora es cooperante en la Secretaria Contra la Discriminación Sexual en la Inmigración, de la Junta,  vea con buenos ojos las drásticas medidas que su conyugue tenga que ejecutar, en un futuro próximo, para limpiar a las Españias, de las que él por fin es súbdito, de indeseables extranjerías ilegales que pudieran poner en peligro el santo bienestar de la santa institución territorial.

Ahh... así es y bien clarito está, me dije acabando de reír la rica risa que me había dado el culo de la nena y bebiendo otro trago de cerveza. La fiesta barrancaria. En el fondo siempre igual. Pero no obstante y sin embargo... Es cierto que no resquebraja la raja la estructura de la rancia tradición, que sólo se trasforma para seguir siguiendo pero... qué alegría  de cambios. Dan como más colorido, más aire fresco, más como que una tonta esperanza, más... Más ocasión a la explosión de la risa. Hacen mucho más liviano el aire, es mucho más mejor y mucho más entretenido. Y mientras termino la birra del vaso se me viene a la cabeza el caso ese de aquél que me contaron que descubrió de pronto, en una piscina japonesa, que se había tatuado en firmes caracteres indelebles a lo largo de la espalda, musculada a fuerza de horas de gimnasios, como tantos, sin saberlo, lleno de orgullo por lo bien que le quedaba la inscripción, soy un tonto del culo, en japonés. 

 

enriquelopez@elbarrancario.com
 
   
    Ir a Pulgoncitos.

Ir a Archivo.

   
    Ir a Portada